Fe y Obras

 

La imposible discusión sobre el valor de la vida

 

 

 

11.02.2021 | por Eleuterio Fernández Guzmán


 

 

En un momento muy difícil de su vida física Jesucristo dijo, refiriéndose a los que le estaban dando muerte de Cruz: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”. Así lo recoge el médico evangelista Lucas en el versículo 34 del capítulo 23 de su evangelio.

Sentía, Cristo, que tenía que cumplir con la voluntad de Dios que no era, como podría pensarse, que su Hijo muriera de aquella muerte infamante sino que perdonara y mostrara misericordia. Así, además, nos ganó la salvación.

Existe un tema acerca del cual existe la tentación de discutir. Y no es que la discusión, en general, sea mala recomendación ni que se deba impedir desde una posición católica o, en general, cristiana. El caso es que, sin embargo, sobre el valor de la vida no debería intentarse un consenso.

Dice san Josemaría en “Surco” (137), refiriéndose al hecho de poder sentirse tentado, “No dialogues con la tentación. Déjame que te lo repita: ten la valentía de huir; y la reciedumbre de no manosear tu debilidad, pensando hasta dónde podrías llegar. ¡Corta, sin concesiones!”.

Decimos esto porque hay una tendencia a querer someterlo todo a diálogo siquiera para ver si se puede obtener alguna conclusión válida. Hacer esto con algo como la vida del ser humano, con su dignidad y origen (aborto) o final (eutanasia) es un paso que no se debería dar.

La vida es sagrada porque es creación de Dios y porque todo lo que procede del Padre merece la pena ser defendido. No podemos, además, olvidar que “Mi alma conocías cabalmente, y mis huesos no se te ocultaban, cuando era yo formado en lo secreto, tejido en las honduras de la tierra. Mi embrión tus ojos lo veían; en tu libro están inscritos todos los días que han sido señalados, sin que aún exista uno solo de ellos” (Sal 139, 14.15) y que el Creador, que nos creó como expresión de su voluntad, atiende a la vida de sus hijos que deben reconocer que su vida no les pertenece porque no es propia sino, precisamente, de Dios.

Por eso la vida tiene un valor que es intrínsecamente bueno y es, justamente, contrario, a la perversidad de las leyes y reglamentos que pretenden ejercer sobre ella un poder que no tienen porque Dios no se lo ha dado. Y esto porque somos “imagen y semejanza” del Creador, que dedicó, como recoge el Génesis, seis días a formar el mundo que conocemos y a los hombres y mujeres que conocemos pero, aún, sin el pecado que trajera al mundo la muerte.

Así, cuando San Juan Pablo II escribió, en su Evangelium vitae, que “El aborto y la eutanasia son crímenes que ninguna ley humana puede pretender legitimar” lo hacía en el entendido de que “Leyes de este tipo no sólo no crean ninguna obligación de conciencia, sino que, por el contrario, establecen una grave y precisa obligación de oponerse a ellas mediante la objeción de conciencia” y marcaba un camino del que ningún católico o, entendemos, cristiano, debería salirse e, incluso, ninguna persona que tenga la dignidad de su especie como algo importante, sea de la religión que sea pues esto es un principio, digamos, general, que se debe respetar siempre.

Y sobre eso no se puede dialogar ni discutir sin pretender, con ello, suplantar la voluntad de nadie que quiera hacerlo. Sin embargo, reconocer en la vida humana la mano divina de Dios que nos ofrece la posibilidad de poner en las suyas lo que entendemos por vida no es poca cosa sin mucha y más que mucha. Y, repetimos, sobre eso, toda discusión, sobra.

Discutir sobre este tipo de temas que tienen que ver con la vida humana es propio de aquellas personas que tienen poco aprecio a la misma. Y es que si se conoce bien de Quién dependemos, Quién nos ha creado y cuál es su santísima Voluntad, poco podemos añadir a eso y, por tanto, está más que fuera de lugar plantear, por ejemplo:

-Que sea posible controlar la vida del ser humano desde que es concebido hasta que muere de tal manera que, en realidad, no le pertenezca,

-Que sea posible determinar si una persona tiene derecho a nacer por causas ajenas a su voluntad,

-Que sea posible establecer, por normas y reglamentos, la obligatoriedad de practicar muertes inducidas en el seno materno según qué circunstancias hayan llevado a que el ser humano, el nasciturus, allí se encuentre,

-Que sea posible privar del derecho de objeción de conciencia, so capa de interés social o del que sea, a las personas que pudieran verse obligados, por su profesión, a practicar el aborto,

-Que sea posible establecer sanciones por lo anteriormente dicho,

-Que sea posible limitar el derecho a la vida según determinados parámetros sociales,

-Que sea posible establecer un derecho a la muerte voluntaria,

-Que sea posible, que sea posible, que sea posible…

 

Vemos que no son pocas las realidades aberrantes (por desviadas que es, en sí, lo que significa el término aberratio) con las que nos podemos encontrar porque no son pocas las posibilidades que, a hoy día, se han llegado a establecer por aquellos que consideran la vida humana como un bien más con el que pueden hacer lo que les venga en gana.

En realidad, es bastante triste que, para empezar, debamos escribir sobre esto pues cae por su propio peso que hay temas para los que no hay discusión posible. Pero es que, en segundo lugar, si hacemos esto es que, por desgracia, existe todo lo dicho arriba y mucho más a lo que no hemos referencia. Y eso muestra a qué tipo de sociedad nos han llevado los adalides de la muerte programada y del vicio intrínseco de querer ser como si de tales personas dependiera la vida ajena.

Es más, nosotros, los creyentes que nos sabemos hijos de Dios y tenemos a la vida como ejemplo de lo que el Creador puede ser y puede hacer por su creación, tenemos la obligación grave de anunciar el Evangelio de la vida, celebrar el Evangelio de la vida y, por último, servir al Evangelio de la vida. Y es que, como el Evangelio es la Buena Noticia, nada es mejor que considerar que Dios quiere hacer de la misma una luz que, además, sea sal y levadura como aquello que, una vez, dijo Jesucristo acerca de la importancia que tiene que seamos, en el mundo, eso, sal y levadura.

No debiera haber, siquiera, la posibilidad de plantear según qué cosas. Sin embargo, hemos llegado a un punto en el que parece que todo es posible y que aquí se puede discutir de todo, sea lo que sea tal “todo” como si así se pudiera llegar a una conclusión que pudiera ser satisfactoria.

No. No es posible discutir ni dialogar sobre todo. Y en eso, el cristiano tiene que mostrar tolerancia cero. Es decir, que, en el momento en el que se planteen este tipo de temas, ahí debe acabar la discusión sobre ellos. Y es que el mal que se nos causa, en el corazón y en el alma, es directamente proporcional al daño que se quiere hacer al mundo, a la humanidad entera, cuando se hace posible, siquiera posible, que en un diálogo sobre, por ejemplo, el aborto y la eutanasia, alguien pudiera pensar que se entra en diálogo porque se quiere defender que no es posible ni uno ni otra. Y no, no es posible, pero la cosa cae por su propio peso. Y aquí sí no es no y siempre debe ser no, para que nadie se lleve a engaño y pueda creer algo así como “a lo mejor discutiendo acaban apoyando la distraída opinión de que matar al inocente en el seno materno o a quien está sufriendo mucho por la enfermedad es algo plausible porque, al fin y al cabo es algo ya aceptado...”

Es posible que ahí esté el problema: ha habido mucha discusión acerca del aborto y la eutanasia y, a lo mejor, se ha acabado convenciendo a más de uno con argumentos falaces o fuera de lugar.

Querer ser, digamos, más Dios que Dios mismo es ir un poco lejos en la pretensión del hombre siendo como es, además, cosa inútil e intento vano pues nuestra filiación divina es, precisamente, muestra de paternidad de parte del Padre Eterno hacia sus criaturas.

De todas formas, estamos más que seguros que la discusión sobre estos dos graves temas va a seguir. Y seguirá porque es más que posible que se crea que es la única posibilidad de sacar algo en claro y, a lo mejor, de convencer a los que están convencidos sobre la bondad del aborto o la eutanasia. Y, entonces, a nosotros nos viene a la mente un refrán que ahora nos viene la mar de bien y que tiene de sabio lo que de sabiduría tienen tales dichos populares: “frente al vicio de pedir, la virtud de no dar”.

Claro, que para hacer frente a tal vicio hay que atesorar cierta virtud y eso, al parecer, no siempre es posible.

 

Eleuterio Fernández Guzmán
eleu@telefonica.net