Fe y Obras

Desde Pentecostés en adelante

 

 

12.05.2016 | por Eleuterio Fernández Guzmán


 

Cincuenta días después de la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo celebramos una festividad importante, un acontecimiento que, históricamente, supuso como el punto de partida de la Iglesia que Cristo había fundado y a la que luego se llamaría católica, la verdadera y única Iglesia del Hijo de Dios.

Los Hechos de los Apóstoles (2, 1-21) hacen mención de aquello que, entonces, sucedió:

“Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía  expresarse. Había en Jerusalén hombres piadosos, que allí residían, venidos de todas las naciones que hay bajo el cielo. Al producirse aquel ruido la gente se congregó y se llenó de estupor al oírles hablar cada uno en su propia lengua. Estupefactos y admirados decían: ‘¿Es que no son galileos todos estos que están hablando? Pues ¿cómo cada uno de nosotros les oímos en nuestra propia lengua nativa? Partos, medos y elamitas; habitantes de Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto, Asia, Frigia, Panfilia, Egipto, la parte de Libia fronteriza con Cirene, forasteros romanos, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, todos les oímos hablar en nuestra lengua las maravillas de Dios.’ Todos estaban estupefactos y perplejos y se decían unos a otros: ‘¿Qué significa esto?’ Otros en cambio decían riéndose: ‘¡Están llenos de mosto!’ Entonces Pedro, presentándose con los Once, levantó su voz y les dijo: ‘Judíos y habitantes todos de Jerusalén: Que os quede esto bien claro y prestad atención a mis palabras: No están éstos borrachos, como vosotros suponéis, pues es la hora tercia del día, sino que es lo que dijo el profeta: ‘Sucederá en los últimos días, dice Dios: Derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas; vuestros jóvenes verán visiones y vuestros ancianos soñarán sueños. Y yo sobre mis siervos y sobre mis siervas derramaré mi Espíritu. Haré prodigios  arriba  en el cielo  y señales abajo en la tierra. El sol se convertirá en tinieblas, y la luna en sangre, antes de que llegue el Día grande del Señor. Y todo el que invoque el nombre del Señor se salvará.”

Todo lo escrito, pues, se estaba cumpliendo como era la santa voluntad de Dios. Aquello que el Creador había tenido dispuesto para los últimos tiempos estaba sucediendo ante los ojos de aquellos que, atónicos, creían, pensando mundanamente, que aquellos que así hablaban estaban borrachos. No entendían nada de lo que había sucedido y su respuesta era la risa y el desasosiego del alma.

Desde entonces, desde aquel primer Pentecostés (existía uno judío) cristiano, la Iglesia católica dio sus primeros pasos. Muchos, seguramente, se convirtieron en aquel mismo momento al ver hablar en lenguas muy extrañas a los que conocían y, por tanto, de ellos sabían que no tenían formación alguna para hablar así. Eso sólo podía ser cosa de Dios y, como era de esperar, le entregan todo su corazón.

Aquel primer Pentecostés supuso, también, que lo que había dicho Jesús se iba a cumplir: lo que quedara atado en la tierra de parte de sus apóstoles, quedaría atado en el Cielo y lo que quedara desatado, desatado quedaría en las Alturas.

Y, lo que es mejor: Dios mismo dice lo fundamental de todo esto: quien “invoque el nombre del Señor se salvará”. Y lo dice así y no, por ejemplo, “todo el mundo se salvará”. No. Es necesario invocar el nombre del Señor, creer, convertir el corazón o, en fin, confiar en Dios Todopoderoso. Todos, pues, no nos vamos a salvar.

Aquel Pentecostés, el primero de la andadura de la Esposa de Cristo, supuso mucho para el hombre: nada menos que el inicio de su posible salvación eterna.

 

Eleuterio Fernández Guzmán
eleu@telefonica.net