Documentación
Obispos españoles: «En favor del
verdadero matrimonio»
MADRID, martes, 20 julio 2004 (ZENIT.org).-
Publicamos la nota del Comité Ejecutivo de la Conferencia Episcopal Española,
hecha pública este lunes (fechada el 15 de julio), sobre la propuesta del
ejecutivo de equiparar legalmente las uniones de personas del mismo sexo con el
matrimonio.
Nota del Comité Ejecutivo de la Conferencia Episcopal Española
Madrid, 15 de julio de 2004
1. El pasado 29 de junio, el Congreso de los Diputados votó favorablemente una
proposición no de Ley del Partido Socialista que solicita la equiparación legal
plena de las uniones de personas del mismo sexo con el verdadero matrimonio. El
Gobierno, por medio del Ministro de Justicia, se apresuró a anunciar que en
septiembre remitirá a la Cámara un proyecto de Ley en este mismo sentido y que
confía en que el llamado matrimonio homosexual sea posible legalmente ya para
comienzos del año próximo. También se votaron varias proposiciones de Ley que
legitimarían las uniones homosexuales de diversos modos.
2. Las personas homosexuales, como todos, están dotadas de la dignidad
inalienable que corresponde a cada ser humano. No es en modo alguno aceptable
que se las menosprecie, maltrate o discrimine. Es evidente que, en cuanto
personas, tienen en la sociedad los mismos derechos que cualquier ciudadano y,
en cuanto cristianos, están llamados a participar en la vida y en la misión de
la Iglesia. Condenamos una vez más las expresiones o los comportamientos que
lesionan la dignidad de estas personas y sus derechos; y llamamos de nuevo a los
católicos a respetarlas y a acogerlas como corresponde a una caridad verdadera y
coherente.
3. Con todo, ante la inusitada innovación legal anunciada, tenemos el deber de
recordar también algo tan obvio y natural como que el matrimonio no puede ser
contraído más que por personas de diverso sexo: una mujer y un varón. A dos
personas del mismo sexo no les asiste ningún derecho a contraer matrimonio entre
ellas. El Estado, por su parte, no puede reconocer este derecho inexistente, a
no ser actuando de un modo arbitrario que excede sus capacidades y que dañará,
sin duda muy seriamente, el bien común. Las razones que avalan estas
proposiciones son de orden antropológico, social y jurídico. Las repasamos
sucintamente, siguiendo de cerca las recientes orientaciones del Papa a este
respecto[1].
4. a) Los significados unitivo y procreativo de la sexualidad humana se
fundamentan en la realidad antropológica de la diferencia sexual y de la
vocación al amor que nace de ella, abierta a la fecundidad. Este conjunto de
significados personales hace de la unión corporal del varón y de la mujer en el
matrimonio la expresión de un amor por el que se entregan mutuamente de tal
modo, que esa donación recíproca llega a constituir una auténtica comunión de
personas, la cual, al tiempo que plenifica sus existencias, es el lugar digno
para la acogida de nuevas vidas personales. En cambio, las relaciones
homosexuales, al no expresar el valor antropológico de la diferencia sexual, no
realizan la complementariedad de los sexos, ni pueden engendrar nuevos hijos.
A veces se arguye en contra de estas afirmaciones que la sexualidad puede ir hoy
separada de la procreación y que, de hecho, así sucede gracias a las técnicas
que, por una parte, permiten el control de la fecundidad y, por otra, hacen
posible la fecundación en los laboratorios. Sin embargo, será necesario
reconocer que estas posibilidades técnicas no pueden ser consideradas como
sustitutivo válido de las relaciones personales íntegras que constituyen la rica
realidad antropológica del verdadero matrimonio. La tecnificación
deshumanizadora de la vida no es un factor de verdadero progreso en la
configuración de las relaciones conyugales, de filiación y de fraternidad.
El bien superior de los niños exige, por supuesto, que no sean encargados a los
laboratorios, pero tampoco adoptados por uniones de personas del mismo sexo. No
podrán encontrar en estas uniones la riqueza antropológica del verdadero
matrimonio, el único ámbito donde, como Juan Pablo II ha recordado recientemente
al Embajador de España ante la Santa Sede, las palabras padre y madre pueden
“decirse con gozo y sin engaño”. No hay razones antropológicas ni éticas que
permitan hacer experimentos con algo tan fundamental como es el derecho de los
niños a conocer a su padre y a su madre y a vivir con ellos, o, en su caso, a
contar al menos con un padre y una madre adoptivos, capaces de representar la
polaridad sexual conyugal. La figura del padre y de la madre es fundamental para
la neta identificación sexual de la persona. Ningún estudio ha puesto
fehacientemente en cuestión estas evidencias.
b) La relevancia del único verdadero matrimonio para la vida de los pueblos es
tal, que difícilmente se pueden encontrar razones sociales más poderosas que las
que obligan al Estado a su reconocimiento, tutela y promoción. Se trata, en
efecto, de una institución más primordial que el Estado mismo, inscrita en la
naturaleza de la persona como ser social. La historia universal lo confirma:
ninguna sociedad ha dado a las relaciones homosexuales el reconocimiento
jurídico de la institución matrimonial.
El matrimonio, en cuanto expresión institucional del amor de los cónyuges, que
se realizan a sí mismos como personas y que engendran y educan a sus hijos, es
la base insustituible del crecimiento y de la estabilidad de la sociedad. No
puede haber verdadera justicia y solidaridad si las familias, basadas en el
matrimonio, se debilitan como hogar de ciudadanos de humanidad bien formada.
Si el Estado procede a dar curso legal a un supuesto matrimonio entre personas
del mismo sexo, la institución matrimonial quedará seriamente afectada. Fabricar
moneda falsa es devaluar la moneda verdadera y poner en peligro todo el sistema
económico. De igual manera, equiparar las uniones homosexuales a los verdaderos
matrimonios, es introducir un peligroso factor de disolución de la institución
matrimonial y, con ella, del justo orden social.
Se dice que el Estado tendría la obligación de eliminar la secular
discriminación que los homosexuales han padecido por no poder acceder al
matrimonio. Es, ciertamente, necesario proteger a los ciudadanos contra toda
discriminación injusta. Pero es igualmente necesario proteger a la sociedad de
las pretensiones injustas de los grupos o de los individuos. No es justo que dos
personas del mismo sexo pretendan casarse. Que las leyes lo impidan no supone
discriminación alguna. En cambio, sí sería injusto y discriminatorio que el
verdadero matrimonio fuera tratado igual que una unión de personas del mismo
sexo, que ni tiene ni puede tener el mismo significado social. Conviene notar
que, entre otras cosas, la discriminación del matrimonio en nada ayudará a
superar la honda crisis demográfica que padecemos.
c) Se alegan también razones de tipo jurídico para la creación de la ficción
legal del matrimonio entre personas del mismo sexo. Se dice que ésta sería la
única forma de evitar que no pudieran disfrutar de ciertos derechos que les
corresponden en cuanto ciudadanos. En realidad, lo justo es que acudan al
derecho común para obtener la tutela de situaciones jurídicas de interés
recíproco.
En cambio, se debe pensar en los efectos de una legislación que abre la puerta a
la idea de que el matrimonio entre un varón y una mujer sería sólo uno de los
matrimonios posibles, en igualdad de derechos con otros tipos de matrimonio. La
influencia pedagógica sobre las mentes de las personas y las limitaciones,
incluso jurídicas, de sus libertades que podrán suscitarse serán sin duda muy
negativas. ¿Será posible seguir sosteniendo la verdad del matrimonio, y educando
a los hijos de acuerdo con ella, sin que padres y educadores vean conculcado su
derecho a hacerlo así por un nuevo sistema legal contrario a la razón? ¿No se
acabará tratando de imponer a todos por la pura fuerza de la ley una visión de
las cosas contraria a la verdad del matrimonio?
5. Pensamos, pues, que el reconocimiento jurídico de las uniones homosexuales y,
más aún, su equiparación con el matrimonio, constituiría un error y una
injusticia de muy negativas consecuencias para el bien común y el futuro de la
sociedad. Naturalmente, sólo la autoridad legítima tiene la potestad de
establecer las normas para la regulación de la vida social. Pero también es
evidente que todos podemos y debemos colaborar con la exposición de las ideas y
con el ejercicio de actuaciones razonables a que tales normas respondan a los
principios de la justicia y contribuyan realmente a la consecución del bien
común. Invitamos, pues, a todos, en especial a los católicos, a hacer todo lo
que legítimamente se encuentre en sus manos en nuestro sistema democrático para
que las leyes de nuestro País resulten favorables al único verdadero matrimonio.
En particular, ante la situación en la que nos encontramos, “el parlamentario
católico tiene el deber moral de expresar clara y públicamente su desacuerdo y
votar contra el proyecto de ley”[2] que pretenda legalizar las uniones
homosexuales.
6. La institución matrimonial, con toda la belleza propia del verdadero amor
humano, fuerte y fértil, también en medio de sus fragilidades, es muy estimada
por todos los pueblos. Es una realidad humana que responde al plan creador de
Dios y que, para los bautizados, es sacramento de la gracia de Cristo, el esposo
fiel que ha dado su vida por la Iglesia, haciendo de ella una madre feliz y
fecunda de muchos hijos. Precisamente por eso, la Iglesia reconoce el valor
sagrado de todo matrimonio verdadero, también del que contraen quienes no
profesan nuestra fe. Junto con muchas personas de ideologías y de culturas muy
diversas, estamos empeñados en fortalecer la institución matrimonial, ante todo,
ofreciendo a los jóvenes ejemplos que seguir e impulsos que secundar. En este
proyecto de una civilización del amor las personas homosexuales serán respetadas
y acogidas con amor. Invocamos para todos la bendición de Dios y la ayuda de
Santa María y de San José.
[1] Congregación para la Doctrina de la Fe, Consideraciones acerca de los
proyectos de reconocimiento legal de las uniones entre personas homosexuales (3
de junio de 2003), Ecclesia 3165/66, 9 y 16 de agosto de 2003, 1236-1239.
[2] Congregación para la Doctrina de la Fe, lugar citado, 10.
ZS04072012