Cartas al Director

No quiero ser un muñeco del pin pan pún

 

 

César Valdeolmillos Alonso | 18.09.2014


El desafío separatista catalán es una enfermedad recurrente que nuevamente cobró fuerza al incluir el término “nacionalidades” en la Constitución del 78, se ha venido desarrollando durante 37 años sin que quien podría haberlo hecho frenara su crecimiento y por fin comenzó a manifestarse con toda su virulencia, cuando ese gran hombre de Estado que es Zapatero, hizo –sin que nadie se lo pidiera— una de sus promesas más sonadas, en torno a Cataluña: "Apoyaré la reforma del Estatuto de Cataluña que apruebe el Parlamento de Cataluña".

No obstante, seríamos injustos si pretendiésemos que Zapatero cargase con toda la responsabilidad. Todos los gobiernos, tanto los de izquierda como los de derecha, se han puesto de rodillas ante los nacionalistas suplicando su apoyo cuando lo han precisado. Naturalmente este apoyo siempre ha tenido un precio. Lo que pasa es que hay precios que son absolutamente escandalosos. Porque el apoyo por parte de los nacionalistas, no solo se otorgaba a cambio de más dinero, que es tanto como decir más poder, sino de mirar hacia otro lado ante todo lo que ha supuesto el proceso de la progresiva desmembración de Cataluña, del resto de España.

Ahora —a buenas horas mangas verdes— cuando ya empiezan a ver las orejas al lobo, las organizaciones empresariales catalanas y las entidades financieras, se manifiestan públicamente en contra la independencia ilegal de Cataluña. Por cierto, atruena el clamoroso silencio de las organizaciones sindicales ante la huida de empresas que del territorio catalán se está produciendo, con el consiguiente perjuicio para los trabajadores de la región.

Y porque me produce bochorno y vergüenza, no quiero referirme al indecente manifiesto que han firmado 25 ex ministros de la democracia española, en el que tras un texto de rechazo a la separación unilateral de Cataluña –idea que firmaríamos todos— nos cuelan la necesidad de una reforma de la Constitución, en la que se reconozcan las singularidades de Cataluña y así, los que siempre han sido partidarios —expresa o encubiertamente— de la independencia, puedan convivir cómodamente con España.

Ahora todos piden prudencia y responsabilidad para afrontar un diálogo. Pero diálogo ¿Para qué? ¿Para consagrar la España de la desigualdad? ¿Para institucionalizar la España de los privilegios y la de los olvidos seculares?

Cuando se habla de los derechos históricos de Cataluña, nadie explica cuales son y qué es lo que les hace superiores a los del resto de España, como para  que les hagan acreedores a los privilegios a los que aspiran. Digo yo, que cómo no se trate de la política proteccionista que para sus empresas, el Estado español —al que tanto detestan— ha puesto tradicionalmente en práctica, incluso durante la dictadura.

Pero, de momento, no hay porqué preocuparse en cuanto al riesgo de que proclamen la independencia. La independencia es simplemente la espada de Damocles con la que chantajean al Estado para seguir obteniendo privilegios de los que no disfrutamos los demás. Todo el proceso que hemos estado sufriendo en los últimos años, no es más que una toma de posiciones previas, porque aún queda margen para la negociación.

Lo que quieren los separatistas catalanes es disfrutar de todos los beneficios que les proporciona formar parte del Estado español, pero que el Estado español no tenga ninguna competencia sobre lo que ocurra en Cataluña. En eso, y no otra cosa, consiste el reconocer las singularidades de Cataluña.

Y sea cual sea el resultado de las próximas elecciones, se abrirá un diálogo en este sentido y no me sorprendería, que aprovechando que la Constitución permite reformar el título octavo sin necesidad de celebrar un referéndum y disolver las Cortes, el diálogo al que tanto se alude, tuviese por objeto traspasar a las autonomías todas las competencias transmisibles, y conferir al Senado el poder de veto en materia territorial. Es decir, hacer de España un estado federal e insolidario entre las regiones, en el que el Estado quede reducido a un esqueleto sin apenas competencias, volviendo así a los reinos de taifas, en los que cada uno pudiese campar por sus respetos.

Pues lo lamento mucho, pero si esto o algo parecido es lo que está en la mente de nuestros miopes y oportunistas dirigentes, no quiero que se haga en mi nombre y de tapadillo. España lo que necesita es mantenerse unida de un modo sólido y estable, recuperando ciertas competencias que nunca se debieron traspasar, y así ofrecer seguridad jurídica a los inversores para que creen empresas y con ellas puestos de trabajo.

Basta de oscuras connivencias en los despachos para darnos el opio aletargador recubierto de sabroso chocolate, porque eso es actuar como el ladrón, que amparado por la oscuridad de la noche, entra en nuestra casa por la puerta trasera y nos roba, no ya solo nuestros bienes, sino nuestra dignidad como personas.

Ante la indefensión y orfandad que emana de las oscuras y hediondas componendas del Estado, debemos asumir que estamos solos, pero no indefensos. De nuestra libertad interna —esa que nadie nos puede robar— de nuestros seculares silencios, sacar los medios, el coraje y la fuerza para gritar a nuestros infectos dirigentes que no queremos seguir siendo sus muñecos del pin pan pún.

 

César Valdeolmillos Alonso