Cartas al Director

El paraíso a cambio de un voto

 

“Las artimañas se disfrazan muy hábilmente de nobleza,
y el fanatismo se viste con las ropas de la defensa de principios”.
Adam Michnik
Historiador y ensayista polaco

 

 

 

 

César Valdeolmillos Alonso | 24.07.2014


La primera vez que escuché la manoseada frase: “El pueblo nunca se equivoca”, me pareció una estúpida forma de intentar justificar maniobras políticas que poco o nada tenían que ver con la verdadera voluntad del pueblo.

Reflexionando posteriormente sobre esta afirmación, llegué a la conclusión de que efectivamente el pueblo no se equivoca, porque aunque sus deseos sean los de alcanzar el cielo, siempre lo hace con los pies puestos en la tierra. No, el pueblo no se equivoca. Al pueblo le equivocan con promesas falsas, que aquel que se las hace, jamás ha pensado cumplir.

Al pueblo le han engañado tanto, y tantas veces, que ya debería haber aprendido a ponerse en guardia ante todo aquel, que mediante la obtención de su apoyo, pretende manejar la realidad del país, interpretarla a su manera y manipularla a medida de sus intereses.

Aún no me explico por qué en los programas de debate, aparecen políticos suplantando la labor destinada a los periodistas o intelectuales expertos en el tema que se vaya a tratar. Los políticos, amén de no aportar absolutamente nada al enriquecimiento de las ideas, se dedican a negar la evidencia por activa y por pasiva, salvo que esta sea favorable a sus fines partidistas. Habitualmente se muestran encastillados en algunas ideas, rara vez suyas, casi siempre tomadas de otros, que por otra parte, son las que se interponen entre ellos y la realidad social existente. Eso es lo que hace que sus palabras nos suenen retóricas, falsas, huecas, generando la incredulidad de quien pueda escucharles. El resultado es que cada vez que abren la boca, más les alejan de ese pueblo al que utilizan de escudo para justificar proceder. Claro que tampoco nos vamos a extrañar y mucho menos vamos a cometer la insensatez de pedirle peras al olmo. El nivel intelectual de la mayoría de ellos no da ni para cuarto y mitad. Algunos, ni se enteran, ni quieren enterarse de nada. Intentar razonar con ellos se convierte en un diálogo de besugos. Pase lo que pase, se diga lo que se diga, sueltan su retahíla de tópicos típicos, repiten las consignas que oyeron decir al jefe y cuando se ven acorralados por la evidencia, ponen el ventilador en marcha con el consabido y tú más.

El sectarismo de la mayoría es de tal naturaleza, que su cerrazón supera todos los límites concebibles. Es como si a su mente le hubieran puesto un cerrojo con siete llaves para que impida el paso de cualquier idea que no figure en el manual del partido. Este tipo de funcionarios de la política, se muestran siempre a la defensiva y hacen gala de una virulenta resistencia a la realidad, porque son conscientes de que la misma constituye una agresión o amenaza para sus propósitos. Por eso sus intervenciones públicas, se alimentan constantemente de una hostilidad, casi siempre polémica y beligerante.

Y todo ello, ¿Por qué? Pues porque intentan defender desesperadamente lo que en el fondo saben que no es verdad.

Para cualquier persona sensata, resulta muy difícil comprender esta actitud. ¿Cómo se puede negar lo que resulta incuestionable? En el fondo, si uno se detiene a pensarlo, se llega a la conclusión de que estas actitudes revelan un alto grado de inseguridad y el temor a ver disiparse lo que se ha tomado sin motivo, como fundamento de la propia razón de existir.

Estos comportamientos son particularmente frecuentes cuando interviene un interés directo en la lucha por el poder político, casi siempre asociados con la ambigüedad, las ideas imprecisas, los conceptos equívocos y la ocultación de las verdaderas intenciones. En definitiva, son conductas asociadas con la mentira. Reiteradamente probado está que los radicalismos, los extremismos, sean del signo que sean, los populismos y los nacionalismos, necesitan asentarse rigurosamente sobre la falsificación de la realidad, por lo que lo real, lo verdadero, lo auténtico, constituye para ellos un veneno mortal.

Decía el filósofo Jiddu Krishnamurti, que: “La sabiduría no ejerce ninguna autoridad. Lo malo es que los que ejercen la autoridad, no son sabios”. Con frecuencia son los alquimistas de la política y embaucadores de profesión, que como la serpiente en el Edén, seducen a los ingenuos prometiéndoles el paraíso a cambio de su voto.

Llegados a este punto, no debemos ignorar, que en última instancia, los electores somos corresponsables de los resultados que se produzcan y naturalmente de las consecuencias que por causa de los mismos se produzcan, razón poderosa para que el voto lo administremos con reflexiva sabiduría y ya nos dijo Confucio hace nada menos que 2.500 años, como se adquiría esta: “por la reflexión que es la forma más noble, por imitación que es la más sencilla y por la experiencia, que es la más amarga”

César Valdeolmillos Alonso