Cartas al Director

¡Dios, que buen pueblo! ¡Si oviesse buen señor!

 

 

En homenaje a todos aquellos que olvidándose de sí mismos,
se entregaron a salvar la vida de los que estaban a punto de perderla.

 

 

 

 

César Valdeolmillos Alonso | 31.07.2013 


Ocurrió en el 11-M y se ha repetido con motivo de la catástrofe ferroviaria de Santiago de Compostela. Los españoles mostraron espontáneamente la parte más noble, generosa y abnegada de sí mismos: el sentimiento cálido de entrega incondicional, no desnaturalizado por influencias ajenas al sentimiento natural del ser, con el que, desde el primer instante de nuestra existencia, fuimos alimentados en el claustro materno.

Cuando los vecinos de la localidad gallega de Angrois se dieron cuenta de la tragedia que tenían ante sus ojos, sintieron la necesidad de darse sin condiciones a aquellos que les necesitaban; se olvidaron de sí mismos y sin pararse a considerar el riesgo en que ponían sus propias vidas, se metieron en la misma boca del drama devastador, tendieron su mano a quienes la vida se les estaba escapando a través de sus miembros desgarrados y no se separaron de ellos hasta que llegó el auxilio de quienes podían poner remedio a tantísima desolación.

De forma similar reaccionaron las innumerables personas que ofrecieron su sangre para ayudar a salvar a las víctimas de tamaño desastre; los equipos de emergencia y los facultativos que fuera de servicio o incluso estando de vacaciones, voluntariamente lo dejaron todo para ayudar en lo que pudieran a salvar las vidas que un modernísimo tren, a mucha más velocidad de la debida, estaba punto de romper.

Tan acostumbrados estamos a vivir encerrados en nosotros mismos; tan frecuente es considerar al vecino con el que nos encontramos cada mañana en el ascensor, como un desconocido con el que no cambiamos otras palabras más que el obligado “buenos días”; tan habituados estamos a ser islas sitiadas por los océanos de nuestros prejuicios, que ante esta muestra de abnegación y generosidad espontánea de los vecinos de Angrois, ha habido quien ha llegado a calificarla de heroicidad.

Hubo algo más que heroicidad, porque no se puede dar una prueba mayor de amor que la entrega desinteresada de uno mismo, con riesgo de la propia vida. Hubo humanidad sin límites; sensibilidad hacia nuestros semejantes; la magnitud de la catástrofe derribó las barreras artificiales que levantan aquellos, que so pretexto de servirnos, nos envenenan, nos envilecen, nos dividen y nos enfrentan.

En esos dramáticos primeros momentos, en los vagones siniestrados no había ni razas, ni colores; ni ideologías, ni nacionalidades; ni clases sociales, ni lenguas. Y mucho menos, las sórdidas rivalidades geográficas con que algunos políticos emponzoñan nuestras mentes. Por desvanecerse, hasta los sexos y los nombres lo hicieron. Entre los hierros retorcidos y humeantes de la catástrofe, solo había seres humanos, que como en “La creación de Adán”, concebida por Miguel Ángel, este tiende la mano hacia el creador, fuente de la vida. Y fuente de vida fueron los vecinos de Angrois para aquellos que se veían prisioneros del horror, el humo, el fuego y la destrucción. La escena de la creación de la Capilla Sixtina, nunca como en las grandes catástrofes, adquiere un simbolismo tan dramáticamente real. Manos tendidas pidiendo ayuda desesperadamente y seres humanos a mano abierta brindándola.

¿Quién dijo que los españoles nos mostramos indiferentes ante las catástrofes y las hambrunas, las injusticias y los genocidios?

¿Quién dijo que los españoles somos egoístas e insolidarios?

¿Quién dijo que los españoles somos individualistas que no sabemos a dónde nos dirigimos?

El comportamiento instintivo de los vecinos de Angrois, como antes lo fuera el de los de Madrid, no fue muy diferente del de otras muchas ocasiones de nuestro devenir histórico y esta forma franca de reaccionar, demuestra que somos un pueblo que sabe muy bien quiénes somos, cómo somos, y a qué aspiramos.

Lo ha demostrado en infinidad de ocasiones. Los españoles queremos ser un pueblo unido, estar orgullosos de nuestro pasado y de la inmensa riqueza que configura nuestra diversidad, vivir en armonía y construir juntos y en paz nuestro futuro.

Pero la historia demuestra que una y otra vez nuestros “señores” nos lo han impedido. Han hecho todo lo posible para que seamos un pueblo inculto, para que no pensemos; han desfigurado nuestra historia hasta lograr que nosotros mismos seamos los mayores detractores de nuestro ayer; han emponzoñado nuestra mente para mantenernos divididos y enfrentados. Han fomentado en todos y cada uno de nosotros el individualismo, la rivalidad, la envidia y el resentimiento. Y todo ello lo han hecho en nombre de conceptos tan grandilocuentes como vacíos de contenido, enarbolando la libertad, el progreso, los derechos, el estado de bienestar, la igualdad, la solidaridad, la justicia, la soberanía, el pueblo, la voluntad de servicio. Espejismos todos ellos que sólo sirven para enmascarar posiciones de absoluto egoísmo, y mantener privilegios, apartando a los demás de ellos.

Recordando a nuestro insigne Jacinto Benavente, comprobamos como continúa vivo el tinglado de la antigua farsa, la que alivió en posadas aldeanas el cansancio de los trajinantes, la que embobó en las plazas de humildes lugares a los simples villanos… son los Tabarines desde su tablado de feria solicitando la atención de todo transeúnte… es la farsa que también subió a palacios de príncipes, altísimos señores, por humorada de sus dueños, y no fue allí menos libre y despreocupada. Es la farsa de todos y para todos. Es la farsa de la resignación de los humildes que eleva a Cenicienta al más alto trono del ensueño, el espejismo y la quimera, que al final se nos revela cual disparatado guiñol sin realidad alguna. Es la farsa en la que hombres y mujeres son sustituidos por muñecos o fantoches de cartón y trapo, manejados por groseros hilos, visibles a poca luz hasta para el más corto de vista. Vivos continúan los viejos Polichinelas de los intereses creados.

Pero cuando llega la ocasión, que no se les olvide a aquellos que manejan los groseros hilos de este esperpéntico teatro de títeres, que de entre esa Cenicienta rodeada de fantoches, surge el verdadero, el auténtico pueblo español. Aquel que heroicamente expulsó a los franceses de nuestro suelo o el que por amor y respeto a sus iguales, se echó a la calle espontáneamente para auxiliar a las víctimas del 11-M en Madrid o las del 24-J en Angrois.

Ese y no otro, es el auténtico pueblo español. Un pueblo del que emulando a “Mio Cid”, bien podríamos decir:

¡Dios, que buen pueblo! ¡Si oviesse buen señor!

César Valdeolmillos Alonso