Tribunas

Una ciénaga oscura

 

Carola Minguet Civera
Doctora en CC. de la Información.
Responsable de Comunicación de la Universidad Católica de Valencia.


 

 

 

 

 

Esta semana los medios de comunicación se han hecho eco del parricidio cometido por un joven de 15 años en Elche, del crimen de una menor en Jaén a manos de un vecino de 22 años y del apuñalamiento de un estudiante de 13 años a su profesor en mitad de una clase en un colegio de Murcia.

Las noticias se han entremezclado con análisis acerca de la vinculación entre la adicción a las nuevas tecnologías y/o la pandemia en la salud mental de los adolescentes y propuestas para concienciar a las nuevas generaciones contra la violencia sobre la mujer. No son reflexiones que deban desdeñarse, pero las hipótesis requieren partir, al menos, de dos premisas. Una, que si bien la proximidad de estos terribles sucesos y la juventud de quien los han cometido son factores que acrecientan la conmoción, la psicopatía se ha dado en toda época y lugar, lo que ocurre es que ahora se reconoce, se visibiliza y se denuncia. Dos, la realidad del mal (es decir, del pecado, aunque este término cause inquina en la actualidad) nos ha acompañado durante toda la historia de la familia humana, siendo un misterio que escapa a cualquier explicación coyuntural.

Ambas afirmaciones, no obstante, no llevan aparejada la resignación ante unos hechos devastadores, tanto más por ser protagonizados por jóvenes. Tampoco deben inducir al error de desdeñar los necesarios acercamientos a la enfermedad mental desde la medicina, la psicología, la pedagogía o la sociología. Lo que apremia es reconocer que dichas aproximaciones no bastan para aprehender la realidad de la crisis global en la que estamos inmersos.

Desde una aproximación psicológica se puede admitir que la pantalla ha supuesto un retroceso dramático en la formación neuronal de los niños (más grave en la medida en que ha ido aparejada de la marginación de las humanidades y de los clásicos); negar esto es negar la realidad. Desde una aproximación sociológica se puede corroborar que la ruptura de las relaciones familiares ha dejado a las personas desvalidas y desnortadas. Desde una aproximación educativa se puede evidenciar que la educación emocional está resultando estéril y desenfocada (se instruye para que sean los sentimientos los que muevan a rechazar unas acciones y aprobar otras, y esto es caldo de cultivo para el desastre) cuando lo que los niños y jóvenes necesitan son armas y modelos para educar la voluntad y el amor.

Pero ninguno de estos acercamientos logra expresar el fenómeno que estamos viviendo y es que la modernidad (o postmodernidad o como se llame ahora) se ha caído a trozos.

Es una tesis formulada por tantos filósofos (unos más acertados que otros en sus diagnósticos): el ethos configurado por la modernidad ha dejado de ser creíble, el proyecto ilustrado ha sido un fracaso y padecemos las consecuencias de una barbarie que vive entre nosotros, en ocasiones incluso gobernándonos. Hoy ya no es posible un discurso como el de Aristóteles o Santo Tomás sobre las virtudes (lo que sería la vía necesaria para recuperar la cordura) porque, entre otras cosas, carecemos de algo fundamental: un concepto unitario de la persona y de su obrar que compartieron los griegos o los cristianos medievales.

Ahora el hombre es la medida de todas las cosas y esta medida se ha mostrado incapaz de fundamentar y dar sentido a la vida humana atrapándonos en una ciénaga oscura: una mezcolanza de doctrinas, ideas y teorías en lo que a creencias morales se refiere, que confunden y nos vuelven contradictorios y peligrosos.