Colaboraciones

 

Buena educación

 

No es pues difícil advertir que tanto el aprecio como el desprecio de los buenos modales tienen fundamentos ideológicos y consecuentemente un desarrollo histórico

 

 

01 septiembre, 2021 | Juan Messerschmidt


 

 

 

 

 

Muy recientemente apareció en la prensa la noticia, muy banal pero también muy desagradable, de dos jóvenes hermanos emparentados con la realeza, quienes tras cometer sendas infracciones de tráfico reaccionaron con insolencia y mala educación frente a los agentes municipales que justamente los sancionaron. El mayor de los hermanos llegó a recurrir a aquella vieja y antaño casi proverbial frase, mezcla de ridiculez y prepotencia, que ya creíamos definitivamente desterrada: “¡Vosotros no sabéis quién soy yo!”

En resumen, su comportamiento fue el de dos auténticos palurdos, con el agravante de un nada inteligente engreimiento. No sólo faltaron buenos modales: la ordinariez, en personas que por nacimiento gozan de privilegios, indica además un déficit moral, una errónea creencia de tener más derechos que los demás, incluso el de molestar con su inurbanidad a otros ciudadanos y el de estar por encima de la ley y de sus representantes. Que sólo se trate de una leve infracción de tráfico no cambia nada: la actitud no es por ello menos grave. Es de advertir que estos jóvenes fueron educados (es un decir…) en escuelas “exclusivas”, lujosas, caras y de gran prestigio, una de ellas un internado en teoría católico, con fama de sobresalir por los “valores” que inculca a sus pupilos.

Este incidente, en sí mismo insubstancial, es menos baladí de lo que parece a primera vista, pues pone en evidencia un hecho trágico para el conjunto de la sociedad: el fracaso de la educación, tanto en la escuela como en la familia, en la sociedad y, al haber sido uno de ellos alumno de un colegio eclesiástico, en alguna medida también en la Iglesia; fracaso tanto más serio en cuanto se produce en un medio muy privilegiado, en el que se dan las mejores condiciones imaginables para que la educación tenga éxito. Habrá quien aduzca que precisamente la educación “de élite” favorece una cierta arrogancia y que por ello es la culpable de estos desarreglos. Pero si consideramos la frecuencia de los actos de vandalismo o simplemente de incivismo en niveles sociales menos elevados, deberemos concluir que el problema de una cierta barbarización de la sociedad se da en todas las clases sociales. Sería injusto atribuir solamente a los jóvenes estas conductas, aunque entre ellos se dan los ejemplos más llamativos (p. ej. los “botellones”). También personas de más edad, amparándose en una tolerancia mal entendida o quizá por el deseo de aparentar una juventud o una “modernidad” muy sobrevaloradas, asumen a menudo estos comportamientos.

Las buenas maneras no son sólo una estética de los hábitos (que ya sería mucho), sino el reflejo de una actitud interior, una forma de exteriorizar aprecio y solidaridad con el prójimo. Su ausencia provoca crispación y ésta a menudo violencia. Por lo tanto, son necesarias para garantizar una convivencia en paz, la cual a su vez facilita la colaboración entre los individuos y los grupos sociales, sin la cual todos salen perjudicados. No es que los buenos modales solos basten para garantizar la concordia, pero sin ellos la discordia surge inevitablemente.

Buena educación no significa en absoluto hipocresía: la falsa cortesía es bondad fingida y, por ello, una forma especialmente perversa de mala educación. Tampoco es cobardía o pusilanimidad: un proverbio desgraciadamente ya bastante olvidado afirma que “lo cortés no quita lo valiente”; es decir, que la buena educación no priva a nadie de defenderse o incluso de atacar, si se tiene un motivo justo, siempre que la hostilidad sea proporcionada y sin perder la caballerosidad, que es virtud tanto masculina como femenina. Buena educación es una forma de justicia, pues otorga al otro el respeto que merece. Otro proverbio, también caído en el olvido, dice que “la cortesía es la flor de la caridad”; debiéndo entenderse aquí por caridad no el acto de dar limosna o algo parecido, sino eso que en lenguaje moderno llamamos empatía, es decir, la capacidad y por supuesto también la voluntad de ponerse en el lugar del otro, algo que puede lograrse tanto de modo directo, en forma de emoción, como por medio de la razón.

 

Esto nos conduce al concepto fundamental en este asunto. Para entenderlo mejor, es necesario reflexionar un poco sobre las palabras y lo que expresan.

El vocablo “empatía” es una transcripción de ἐμπάθεια, que en griego clásico significa “pasión”, “emoción violenta”, “apasionamiento”. En su significado “moderno” es un neologismo inventado para traducir al inglés el substantivo alemán einfühlung, derivado a su vez del verbo reflexivo sich einfühlen, que quiere decir “ponerse en el lugar de otro”. En un principio, el vocablo “empatía” se empleó en este contexto sólo como término técnico en filosofía y psicología. Lo curioso es que esta palabra haya llegado a popularizarse, mientras que otra, de significado prácticamente idéntico, ha sido casi del todo desterrada de nuestro vocabulario: la palabra “compasión”. Empatía y compasión están incluso emparentadas etimológicamente: una procede del verbo griego πάσχειν (pásjein), la otra del latino pati, que a su vez es origen de nuestro “padecer”. El prefijo “com” indica participación. Compasión (del latín compassio) se define como sentimiento de pena, de ternura y de identificación ante los males de alguien; por lo tanto, sentir compasión es ponerse en lugar del otro cuando éste sufre. También cuando se habla de empatía, se sobreentiende una situación desfavorable: difícilmente hablaremos de empatía con alguien porque haya ganado una fortuna jugando a la ruleta en Montecarlo. No es casual que la empatía haya substituído a la compasión: ésta tiene resonancias religiosas, aquélla científicas.

 

No es pues difícil advertir que tanto el aprecio como el desprecio de los buenos modales tienen fundamentos ideológicos y consecuentemente un desarrollo histórico.

Por lo que respecta a la cultura occidental, ya en la Antigüedad existía un código de comportamiento con fundamentos éticos y estéticos. En la literatura latina hallamos abundantes referencias a la urbanitas, la urbanidad, así llamada por oposición a la rusticidad. Autores romanos como Cicerón, Ovidio, Séneca o Plinio el joven, además de los escritores satíricos, dan testimonio de la importancia concedida a la cortesía. También el cristianismo asume estos valores. Con las invasiones bárbaras, el hundimiento de la mitad occidental del Imperio Romano y el comienzo de la Edad Media, se produce un abandono de las buenas formas. A diferencia del cristianismo antiguo, el primer cristianismo medieval desconfía de los modales corteses, sospecha corrupción, frivolidad y soberbia en los modales refinados. Pero con el tiempo la rudeza se va atenuando.

 

Sin embargo, habrá que esperar hasta las Cruzadas para que acaezca un cambio de rumbo.

Los bizantinos habían conservado y enriquecido la herencia “cortesana” de la Antigüedad. Es muy interesante leer el efecto que hacen en la corte bizantina los expedicionarios de la Primera Cruzada cuando llegan a Constantinopla, de paso hacia Tierra Santa. La princesa Ana Comneno, autora de una biografía de su padre el Emperador Alejo I, describe en su libro a estos primeros cruzados como a bárbaros de maneras brutales: en conjunto, le parecen eso que hoy llamaríamos “impresentables”. Pero precisamente el contacto con la ceremoniosa corte bizantina y con la refinada cultura islámica que van a combatir, tiene sobre los caballeros cruzados un efecto revolucionario: los toscos jinetes se convierten en verdaderos “caballeros” que exportan y difunden la cultura cortesana por toda la Europa central y occidental. Surge así la cultura caballeresca, cortesana, trovadoresca con todos los fenómenos, literarios, artísticos, etc. que la acompañan y que pone los cimientos de lo que será considerado como cortesía prácticamente hasta nuestros días.

Quienes primero asumen estos modales son los miembros de la nobleza. Sus maneras se convierten en el paradigma del comportamiento social, si bien es verdad que en ninguna época faltan las excepciones, a veces escandalosas. En todo caso, siempre se tiende a imitar al “mejor”. Con el tiempo, la etiqueta se complica de modo extraordinario, en parte para mantener las distancias sociales, para marcar diferencias, pues las clases inferiores ya han hecho suyas algunas de las maneras cortesanas.

 

Esta situación se mantiene en lo fundamental hasta el final de la Primera Guerra Mundial.

Como en tantos otros ámbitos, la contienda marca una cesura: el mundo en el otoño de 1918 es otro que en el verano de 1914. El definitivo fin de un sistema político y social en muchos aspectos varias veces centenario, la creciente influencia estadounidense, el triunfo de la Revolución rusa, hondos cambios tecnológicos, el surgimiento de movimientos totalitarios populistas de extrema derecha, etc. modifican también las formas de relación y, por lo tanto, los modales. La etiqueta se simplifica, el rigor se atenúa. La Segunda Guerra Mundial refuerza este proceso.

 

La revuelta de 1968 es también, en determinados ambientes, una revuelta contra las buenas maneras, que por algunos son consideradas como expresión de hipocresía burguesa.

Ciertamente, en algunos casos la buena educación ha dejado de serlo de verdad y es sólo un manto para cubrir vergüenzas. Es la época en que jóvenes de izquierda de las clases medias y altas empiezan a adoptar una forma de hablar, de vestir y de comportarse que imita a la de las clases más bajas: se pretende así acercarse al “pueblo”, aunque lo que se logra es simplemente una mezcla de amaneramiento y rudeza. Curiosamente, la influencia estadounidense, con su manera de ser “espontánea” o “informal”, y la de la izquierda coinciden para debilitar los principios de la buena educación. Mientras tanto, en los países comunistas el régimen político tampoco favorece el cultivo de la etiqueta entre las masas.

Este proceso, a menudo ya sin significado político, ha continuado ininterrumpidamente hasta nuestros días: lo vulgar, lo plebeyo, lo utilitario, lo feo se han impuesto en el ámbito estético. En el ético, tanto desde la derecha, convertida en neoliberalismo, como desde una izquierda cada vez más populista, se ha intentado por todos los medios eliminar la influencia del cristianismo y de la tradición filosófica occidental precristiana, imponiendo una moral utilitaria, relativista, inconstante. Conceptos como eficiencia, competitividad, flexibilidad y tolerancia se convierten en dogmas frente a los cuales las buenas maneras no son más que un anticuado estorbo.

 

En estas condiciones, no es raro que las relaciones humanas se vuelvan más frías, superficiales, efímeras, crispadas… y que la sociabilidad disminuya.

Sin una ética del bien colectivo y sin unas buenas maneras que la expresen, caemos en aquello que Hobbes llamó homo homini lupus: el hombre lobo para el hombre. La ley del más fuerte, el dominio de la masa, el egoísmo del individuo, el deseo de éxito como guía y los escrúpulos como obstáculo son actitudes incompatibles con la buena educación y que pueden favorecernos ocasionalmente, pero que, a largo plazo, resultarán catastróficas.

Aunque más no sea por esto, deberíamos volver a apreciar la buena educación, que nos ayudará a asumir una moral solidaria y respetuosa la cual, sin duda, exige sacrificios, pero de la que también obtenemos beneficios. O al menos porque la buena educación hace, simplemente, que la vida sea más agradable. El esfuerzo necesario no es muy grande, pero la “calidad de vida” que se gana es enorme.

La familia, la escuela, la sociedad, el Estado y la Iglesia deberían cumplir el deber educativo que tienen también en este ámbito y que tanto han descuidado. Como todas las instituciones e individuos, ellos también padecen las nefastas consecuencias del largo agonizar de la buena educación.