Colaboraciones

 

Sobre el cisma (I)

 

 

 

24 mayo, 2024 | Javier Úbeda Ibáñez


 

 

 

 

 

 

Cisma (del lat. schisma, y este del gr. schísma: escisión, separación) es, en el lenguaje de la teología y el derecho canónico, la ruptura de la unidad y unión eclesiásticas, ya sea el acto por el cual uno de los fieles corta los vínculos que le unen a la organización social de la Iglesia y que le hacen miembro del cuerpo místico de Cristo, o el estado de disociación o separación que resulta de dicho acto. En su sentido etimológico y pleno el término aparece en los libros del Nuevo Testamento. Mediante este nombre San Pablo caracteriza y condena los partidos formados en la comunidad de Corinto (1 Cor 10, 12): «Os ruego, hermanos», escribe, «.... no haya cisma entre ustedes; antes sean acordes en el mismo pensar y en el mismo sentir». La unión de los fieles, dice en otra parte, debe manifestarse en la mutua comprensión y la acción convergente de manera similar a la cooperación armoniosa de nuestros miembros que Dios ha dispuesto «de manera que no pueda haber cisma en nuestro cuerpo» (1 Cor 12, 25). Así entendido, el cisma es un género que abarca dos especies distintas: un cisma herético o mixto y un cisma puro y simple. El primero tiene como origen o acompañamiento la herejía; el segundo, el cual la mayoría de los teólogos designa como cisma propia-mente dicho, es la ruptura del vínculo de subordinación sin ir acompañado de un error persistente, directamente opuesto a un dogma definido. Esta distinción fue delineada por San Jerónimo y San Agustín. «Entre herejía y cisma», explica San Jerónimo, «hay esta diferencia, que la herejía pervierte el dogma, mientras que el cisma, por la rebelión contra el obispo, separa de la Iglesia. Sin embargo, no hay cisma que no invente una herejía para justificar su alejamiento de la Iglesia (en Ep. y Tit. 3, 10). Y San Agustín: «Mediante las falsas doctrinas referentes a Dios los heréticos hieren la fe; mediante inicuas disensiones los cismáticos se apartan de la caridad fraterna, aunque creen lo que nosotros creemos» (san Agustín, De fide et symbolo, 9). Pero como San Jerónimo observa, práctica e históricamente, herejía y cisma casi siempre van de la mano; el cisma conduce casi invariablemente a la negativa de la primacía papal.