Fe y Obras

 

Santa Teresita del Niño Jesús

 

 

 

29.09.2018 | por Eleuterio Fernández Guzmán


 

 

Pronto celebrará la Iglesia católica el día en el que se recuerda, muy especialmente, a una santa que, siendo tan joven, alcanzó la santidad y es considerada Doctora de la Iglesia. Y nos referimos, claro está, a Santa Teresita del Niño Jesús, también conocida (por razones obvias) como Santa Teresa de Lisieux.

Ella nos dice, en su poema de título “Sólo Jesús”, esto que sigue:

“Mi corazón ardiente quiere darse sin tregua, siente necesidad de mostrar su ternura.
Mas ¿quién comprenderá
mi amor, qué corazón
querrá corresponderme?

En vano espero y pido
que nadie pague con amor mi amor.
Sólo tú, mi Jesús,
eres capaz de contentar mi alma.

Nada puede encantarme aquí en la tierra, no se halla aquí la verdadera dicha.
¡Mi única paz, mi amor, mi sola dicha
eres tú, mi Señor!”

Cristo, pues, como ejemplo.

Así veía Santa Teresita del Niño Jesús al Hijo de Dios. Y como ejemplo no sólo a admirar sino, sobre todo, a seguir e imitar.

Conocemos el comportamiento del hijo de María en su vida terrenal. No se comportó de forma soberbia sino que se sometió siempre, obediente y humilde, a Quien tenía que someterse. Tal fue así que murió sin oponerse a la inicua condena que soportó y, además, pidiendo el perdón a Dios para aquellos que lo mataban porque no sabían lo que hacían.

Hacer lo último, hacer lo que hacen los que son considerados últimos es lo único que debe importar a un discípulo de Cristo. Y tal es así porque, a imitación del Maestro, que lavó los pies en Jerusalén sólo unas horas antes de su Pasión, los que somos simples imitadores, no podemos querer ser más que Él y no rebajarnos como se rebajó Cristo. Muy al contrario ha de ser nuestra forma de ser: implorar a Dios la humildad para que sea una virtud que nos conforme, nos conduzca y nos lleve hacia el definitivo Reino de Dios. Y de eso mucho sabía nuestra joven santa francesa y universal.

Ejemplos, para eso, tiene cualquiera que se atreva a mirar a su alrededor y darse cuenta de las veces en las que, debiendo proceder de una forma obediente, ha hecho lo que no debía hacer; que cuando era sí había dicho no por puro capricho o por simple egoísmo humano… Ejemplos, los mismos, de que aún no estamos en camino de ser imitadores de Cristo sino, para nuestra desgracia, en nuestra desviada senda hacia no sabemos dónde.

Y eso de forma insistente, perseverante.

No cabe, en la imitación de esta virtud, dejarse vencer por lo que creemos imposible para nosotros. Es más, si así actuamos no habremos sido discípulos de Cristo, que nunca dejó de hacer lo que debía hacer sino imitadores del Príncipe de este mundo que gusta dominar nuestros corazones haciéndonos tibios y cansados ante lo que debe ser nuestra existencia.

Y pedir, entonces, pedir a Cristo, a Dios, que nos dé la fuerza suficiente para vencer nuestra soberbia y poder ser humildes como quiere el Padre que lo seamos; humildes para con los otros pero, sobre todo, para con nosotros mismos, tan ensoberbecidos y ciegos según lo que somos y según merecemos, pecadores como somos sin aparente remedio.

Hacer que nazca en nosotros la virtud de la humildad. Eso le pedimos a Cristo, humilde entre los humildes, ejemplo de ejemplos, luz de entre las luces y camino entre caminos. Y eso es lo que nos recomienda, muchas veces, la santa de Lisieux.

Y ser semejanza de Cristo, semejanza…

Pero nuestra santa sabía más que bien, aún en sus cortos años de vida, que el Hijo de Dios iba a acompañarla siempre y que nunca la iba a abandonar. Ella se entrega a Cristo porque es su hermano y es su Dios. Por eso cuando recoge en “Historia de un alma” su audiencia con León XIII escribe esto que sigue:

“El Evangelio de ese día contenía estas palabras: ‘No temas, pequeño rebaño, porque mi Padre ha tenido a bien daros su reino’.

No, no temía. Esperaba que muy pronto sería mío el reino del Carmelo. No pensaba entonces en aquellas otras palabras de Jesús: ‘Yo os transmito el reino como me lo transmitió mi Padre a mí’. Es decir, te reservo cruces y tribulaciones; así te harás digna de poseer ese reino por el que suspiras. Si fue necesario que Cristo sufriera, para entrar así en su gloria, si tú quieres tener un sitio a su lado, ¡tendrás que beber el cáliz que él mismo bebió...! Ese cáliz me lo presentó el Santo Padre, y mis lágrimas fueron a mezclarse con la amarga bebida que se me ofrecía.’”

Santa Teresa de Lisieux es, en su juventud, un alma fuerte y aguerrida: lo primero porque no se viene abajo con nada; lo segundo porque quiere emprender empresas que la sobrepasan (“Historia de un alma”- “La vocación misionera”):

“No, tampoco quiero partir con la intención de gozar del fruto de mis trabajos. Si eso fuera lo que busco, no sentiría esta dulce paz que me inunda, e incluso sufriría por no poder hacer realidad mi vocación en las lejanas misiones.”

Así era ella, aquella Teresa que, por saberse humilde, prefería ser la última de entre sus iguales. Y, para nosotros, sus hermanos en la fe, fue lo que es hoy día: una grande de los enviados por Dios, de los escogidos por el Padre del Cielo para que nos demos cuenta de que es posible ser santos y, sobre todo, de que quien quiera serlo, puede serlo. Tan sólo, eso sí, hace falta querer como ella quiso, en su nada y sus padecimientos, acercarse a su hermano Jesucristo y quedarse a su lado. Y ahí sigue, para siempre, siempre, siempre.

 

Mi cielo en la tierra
(De ”Poemas”)

“Es tu imagen inefable
astro que guía mis pasos.
Tu dulce rostro, Jesús,
bien lo sabes,
es en la tierra mi cielo.
Mi amor descubre el encanto
de tu rostro
embellecido de llanto.
Y a través de mis lágrimas
yo sonrío
contemplando tus dolores.
Quiero, para consolarte,
vivir ignorada y sola aquí en la tierra.”

Santa Teresita del Niño Jesús, ruega por nosotros.

 

(Reproducción del apartado de título “Santa Teresita del Niño Jesús” del libro “Orar y meditar con Santa Teresita del Niño Jesús”,  escrito y publicado por el que esto suscribe)

 

Eleuterio Fernández Guzmán
eleu@telefonica.net