Fe y Obras

II República: celebrar la vergüenza; mejor, la desvergüenza

 

 

14.04.2016 | por Eleuterio Fernández Guzmán


 

Hace muchos años, todos son pocos, que de forma manifiestamente mejorable empezó a funcionar el régimen político conocido como República Española, la II. Seguramente muchos de los que lean este artículo pueden pensar que poco les puede interesar. Sin embargo, no deberían perder de vista lo que pasó porque, es muy probable que también les pueda pasar a ellos o que, al menos, se intente que pase algo similar aunque, claro, con los métodos modernos de hoy día, siempre más sofisticados y disimulados.

El caso es que, a lo largo de la llamada piel de toro hay muchos que están celebrando aquel nigérrimo evento sucedido el 14 de abril de 1931. Y eso es una desvergüenza que no acabamos de entender.

Es más que conocido que desde que se proclamó la II República Española la persecución contra la Iglesia católica estuvo al orden del día. No bastaba con recoger en las normas, digamos, legales, la prohibición de ayudar a la Iglesia católica y a las demás religiones sino que era necesaria una “depuración” social que se puso, enseguida, en marcha. Por eso desde aquel mes de abril de 1931 la barbarie laicista no cejó en el intento de que la Esposa de Cristo desapareciera de España al igual que, años antes, habían intentado, los mismos de la misma ideología, que pasara en México y que dio lugar al movimiento Cristero. Esto se concretó en la quema de templos católicos y en la persecución física, a muerte, de personas pertenecientes a la religión, entonces ya, ampliamente mayoritaria en España.

Pero como el resultado de un principio tan negro como aquel sólo puede ser peor, aún pasó lo que tenía que pasar y en el ámbito de la Guerra Civil española fueron muchas las personas que fueron asesinadas, no por acciones de guerra sino en vulgares delitos comunes. Muchas de las mismas tuvieron mucha relación con la Iglesia católica. Valgan, por ejemplo, los siguientes datos:

Obispos: 13 asesinados.
Sacerdotes: 4.184 asesinados.
Religiosos: 2.365 asesinados. 
Monjas: 263 asesinadas (cuando no violadas)
Laicos por el hecho de pertenecer a asociaciones confesionales o simplemente católicas: miles de ellos asesinados.
Iglesias destruidas: 20.000 (entre ellas varias catedrales)
Estas son las cifras: nuestras cifras de nuestros miles de mártires de cuya sangre nacieron nuevas semillas de nuevos cristianos (Tertuliano dixit)

Una persona que tenga fe y que sepa lo que eso supone sabe, a la perfección, qué debe hacer ante una situación tan terrible como la que, en los años 30 del siglo pasado, se produjo en España y que nada tiene que envidiar a la persecución contra los cristianos de Diocleciano quien no llegó, al respecto de España, a la altura de la suela de los zapatos de aquellos matarifes izquierdosos de los años citados. Esperar que no hubiera reacción alguna era como esperar que siempre se pusiese la otra mejilla pues ya estaban ambas bastante rojas de recibir bofetadas y cosas similares. La paciencia siempre, se quiera o no, tiene un límite y entonces estaba más que agotada y muchos aprovecharon el sometimiento a la autoridad establecida por parte de los creyentes católicos (principio perfectamente evangélico) para tomarla por el pito de un sereno y no querer entender lo que eso suponía de respeto de parte de quien cree en Dios y tomar la caridad por tontería y por algo despreciable.

Y por eso pasó lo que pasó, de lo cual son prueba las cifras a las que se ha hecho mención arriba.

Y a quien no le guste lo sucedido a partir de aquel mes séptimo del año 36 del siglo XX, incluidos todos aquellos que se digan católicos pero no lo sean deberían saber que si ellos y ellas hoy mismo pueden decir que son católicos sin ser perseguidos (por ahora) es, precisamente, por aquel otro 18 de julio de 1936 y, claro, por el resultado de lo que fue inevitable.

Y, por cierto, me importa bien poco lo que se pueda pensar y decir de mí. Lo políticamente correcto que lo cultive quien le convenga. Por eso digo que  ahora, que muchos celebran un día tan negro como aquel 14 de abril de 1931, los católicos de verdad, los que no nos atenemos al mundo y pedimos a Dios por la conversión de los ateos, agnósticos o católicos tibios, esperamos que cosas como aquellas no se vuelvan a repetir pero, sobre todo, que no haya nadie (ni laicos ni hermanos de la jerarquía católica) que hagan como si las cosas no fueran con ellos.

Y es que la finura, a la hora de la persecución, ha “avanzado” mucho.

 

Eleuterio Fernández Guzmán
eleu@telefonica.net