Fe y Obras

El amor extremo de Dios

 

 

17.04.2014 | por Eleuterio Fernández Guzmán


Cuando pensamos acerca de qué es lo que pasa en esta semana, la Semana por excelencia del cristiano, mucho nos asalta a la mente.

Así, por ejemplo, recordamos que Jesús entra en la Ciudad Santa entre vítores pero sabemos que luego, casi los mismos que lo vitoreaban, lo entregarán con gusto a la Cruz.

Eso, sin embargo, es comportamiento humano porque somos muy dados a encumbrar a uno de nuestros congéneres para, cuando eso sea oportuno, pisotearlo si las circunstancias, por odio o por envidia, así lo ponen ante nosotros.

Esto que está pasando ahora (que recordamos que pasó) y que pasará hasta el Domingo de Resurrección) tiene mucho que ver con algo que muchas veces sostenemos, por ser propio de nuestra fe, pero que no siempre comprendemos del todo: el Amor de Dios. Escrito, así, con mayúscula porque lo es grande, el más grande de todos.

Que Dios ama a cada uno de sus hijos (todos somos creación suya) es cosa que se ha demostrado a lo largo de la historia. Desde que Abrahán salió de la tierra en la que vivía o Moisés llevó a su pueblo por donde lo llevó, tuvo el Creador que mostrar y demostrar que cumplía con su promesa de defender a su pueblo. Éste, sin embargo, no siempre hacía lo mismo. Por eso quedó más que demostrado el Amor del Todopoderoso por quien quiso escoger como pueblo suyo.

Pero, como suele suceder con el Amor más grande de todos los amores, llegó un momento de la historia de aquella humanidad y de aquel pueblo elegido por Dios en el que el Creador hizo, como se diría, el más difícil todavía.

Dios, seguramente, podía haber hecho lo que hizo de la forma que hubiera querido pero escogió enviar a su Hijo al mundo para que hiciera lo que tenía que hacer en beneficio de todo aquel que se convirtiera y creyera y, es más, por todo aquel que, de corazón, amara a Dios aún sin conocerlo.

Y eso hizo.

Vino el Hijo del hombre al mundo y, tras unos años que conocemos como propios de una vida “escondida” (por no pública) se dio a conocer un día cuando acudió al Jordán a ser bautizado. Él, que no necesitaba que se le perdonase los pecados porque era el sin-pecado, hizo aquello para mostrar el camino de la salvación.

Y ya sabemos como terminó todo su camino. Ahora mismo lo estamos recordando: un tiempo de gozo, de lucha, de entrega por los demás; una acusación, unos escupitajos y latigazos y, al fin, la muerte, y muerte de Cruz.

Terrible todo esto. Es terrible porque sabemos (nosotros sí lo sabemos y no como aquellos que no sabían lo que hacían) que era Dios al que estaban matando. Y Dios hecho hombre.

De aquí que lo que hizo Dios, amar hasta el extremo a los suyos, es el sacrificio, seguramente, más grande que puede hacer un Padre: entregar a su Único Hijo para bien del resto de hermanos creados por su corazón y su misericordia.

Para esto tenemos, por ejemplo, el caso del propio Abraham que estuvo a punto, a punto estuvo, de sacrificar a su único hijo porque Dios se lo había pedido. Aquello, claro, era una prueba para la confianza y fe en el Creador de aquel hombre de creencia profunda. Y la superó con creces nuestro padre en la fe.

Dios nos ama, pues, y Dios nos amó hasta más allá de lo que cualquier ser humano puede pensar o, siquiera, imaginar.

Por eso Dios, que tanto nos quiere, como hemos dicho y creemos cierto y verdad, quiso que Jesús cumpliese con la misión para la que había sido enviado. Y gran parte, la crucial, de aquella misión, era morir de una forma en la que sólo los corazones mejor preparados son capaces de perdonar a los que lo están matando. Sólo aquellos que comprenden bien la voluntad de Dios y se entregan a ella son aptos para llevar a cabo determinados actos propios de valientes en la fe. Y Jesús era, también en eso, el más valiente de todos los hombres nacidos hasta entonces y todavía por nacer.

Dicen las Sagradas Escrituras que tanto amó Dios al mundo que entregó a su único hijo. Y lo hizo amando hasta el extremo pues es lo más extremoso que se pueda pensar hacer lo que hizo y con las razones por las que lo hizo.

Dios, Padre Nuestro, Creador y Todopoderoso, puso ante la Cruz a Aquel que lo había dado todo y que en Getsemaní supo que la voluntad de Dios era que muriese como iba a morir. Y lo hizo gozoso, abrazando aquel especial leño de tortura que los que no comprenden ni entienden la Verdad le habían preparado.

Dios nos quiere hasta el extremo. Y nosotros, como mucho, lo miramos con ligereza. ¡Otro dolor más para Cristo!

 

Eleuterio Fernández Guzmán
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