Fe y Obras

Candela y luminaria

 

 

31.01.2014 | por Eleuterio Fernández Guzmán


Para los discípulos de Cristo hay momentos que sabemos que son importantes por lo que representan.

Cuando María y José acuden al Templo a llevar al niño recién nacido quieren cumplir con la Ley y con que supone eso. No son contrarios a la norma sino exactamente favorables por ser de Dios.

Por eso, un momento histórico como fue la Presentación de Jesús en el Templo es crucial para nuestra fe. Es presentado el Hijo al Padre, para que sea siempre suyo.

Entre los miles de personas que allí habían, parece que sólo dos, Simeón y Ana, se dan cuenta de lo que está pasando. Tienen al Mesías entre sus ancianas manos. Se ha cumplido su sueño y, a la vez, en del pueblo de Israel. Pueden morir tranquilos.

Pero eso supone mucho para la humanidad. Vamos, lo supone todo pues a partir de tal momento la realidad espiritual iba a cambiar mucho.

Es cierto que hasta que Jesús es bautizado por Juan sólo sabemos de Él cuando acudiera, a los 12 años, al Templo y allí se quedara separado de su familia (alguno podría pensar que se perdió…) Pero también es cierto que iba creciendo en altura, en sabiduría y en gracia de Dios. Y eso es muy importante.

Jesús es presentado y María, en cierta manera, ha de purificarse. No es que tenga que limpiar pecado la que nació sin mancha del que lo es original pero ha de mostrar al mundo que las cosas tienen que hacerse así y dar ejemplo de cómo se ha de actuar.

Es candela o, lo que es lo mismo, luz, aquel Niño que es presentado.

Es candela, por ejemplo, porque ha de iluminar, en primer lugar, la vida de aquellos padres que Dios le había procurado. Dar luz a una existencia pobre y honrada, piadosa, fiel y confiada en la Providencia del Creador a quien se dirigen en oración profunda y sentida.

Pero también es luminaria porque es candela. Y lo es porque aquel pequeño al que ahora acercan al Templo de Jerusalén será como un gran faro que indica el camino hacia Dios: en primer lugar, hacia el Reino del Padre que trae Él mismo y, luego, cuando eso Dios quiera, hacia el definitivo Reino, la vida eterna, en la que espera el Padre la llegada de sus hijos, creación suya hecha a imagen y semejanza de Quien todo lo puede y todo lo sabe y conoce.

Celebramos, pues, en un tiempo determinado del año litúrgico que se denomina “ordinario” algo que es, en sí mismo, extraordinario: Jesús, ante Dios y Dios ante Jesús, de igual forma a como en el Génesis se nos dice acerca de que la Palabra estaba junto a Dios y que la Palabra era Dios.

Al fin y al cabo, Jesús, al acercarse al Templo lo hizo a su Casa. Y no hay nada de extraño en que el Dueño de la mies tome posesión de su mies. Y, además, era más que necesario para que se cumpliera el resto de lo que se tenía que cumplir.

Y eso, se diga lo que se diga, nos ha venido muy bien a la humanidad toda y entera.

 

Eleuterio Fernández Guzmán
eleu@telefonica.net