El Gobierno anunció hace un año su
intención de regular civilmente el matrimonio de una manera desconocida
hasta ahora para la Humanidad. Para casarse no importaría hacerlo con
una persona del mismo sexo. En la legislación española el matrimonio
dejaría de ser la indisoluble unión de vida y de amor de un hombre y de
una mujer, abierta a la procreación, para convertirse en un contrato sin
referencia alguna a la diferencia de sexos e incapaz, por tanto, de
prestar a la sociedad el incomparable servicio de dar cauce a la
complementariedad conyugal y de procrear y educar a los hijos. Ahora
parece que el Parlamento se muestra dispuesto a aprobar esta nueva
definición legal del matrimonio que, como es obvio, supondría una
flagrante negación de datos antropológicos fundamentales y una auténtica
subversión de los principios morales más básicos del orden social. El
15 de julio de 2004 publicamos una Nota titulada
En favor del verdadero matrimonio. Allí explicábamos las razones que
nos obligan a pronunciarnos en contra de este proyecto legal, dado que
nos corresponde anunciar el evangelio de la familia y de la vida, es
decir, la buena noticia de que el hombre y la mujer, uniéndose en
matrimonio, responden a su vocación de colaborar con el Creador llamando
a la existencia a los hijos y realizando de este modo su vocación al
amor y a la felicidad temporal y eterna.
Hoy, ante la eventual aprobación inminente de una ley tan injusta,
hemos de volver a hablar sobre las consecuencias que comportaría este
nuevo paso. No es verdad que esta normativa amplíe ningún derecho,
porque la unión de personas del mismo sexo no puede ser matrimonio. Lo
que se hace es corromper la institución del matrimonio. Esa unión es en
realidad una falsificación legal del matrimonio, tan dañina para el bien
común, como lo es la moneda falsa para la economía de un país. Pensamos
con dolor en el perjuicio que se causará a los niños entregados en
adopción a esos falsos matrimonios y en los jóvenes a quienes se
dificultará o impedirá una educación adecuada para el verdadero
matrimonio. Pensamos también en las escuelas y en los educadores a
quienes, de un modo u otro, se les exigirá explicar a sus alumnos que,
en España, el matrimonio no será ya la unión de un hombre y de una
mujer.
Ante esta triste situación, recordamos, pues, dos cosas. Primero, que
la ley que se pretende aprobar carecería propiamente del carácter de una
verdadera ley, puesto que se hallaría en contradicción con la recta
razón y con la norma moral. La función de la ley civil es ciertamente
más limitada que la de la ley moral, pero no puede entrar en
contradicción con la recta razón sin perder la fuerza de obligar en
conciencia.
En segundo lugar, y como consecuencia de lo anterior, recordamos que
los católicos, como todas las personas de recta formación moral, no
pueden mostrarse indecisos ni complacientes con esta normativa, sino que
han de oponerse a ella de forma clara e incisiva. En concreto, no podrán
votar a favor de esta norma y, en la aplicación de una ley que no tiene
fuerza de obligar moralmente a nadie, cada cual podrá reivindicar el
derecho a la objeción de conciencia. El ordenamiento democrático deberá
respetar este derecho fundamental de la libertad de conciencia y
garantizar su ejercicio.
Es nuestro deber hablar con claridad cuando en España se pretende
liderar un retroceso en el camino de la civilización con una disposición
legal sin precedentes y gravemente lesiva de derechos fundamentales del
matrimonio y de la familia, de los jóvenes y de los educadores. Oponerse
a disposiciones inmorales, contrarias a la razón, no es ir en contra de
nadie, sino a favor del amor a la verdad y del bien de cada persona. |