Cartas al Director

Verano, estación con parada y fonda

 

“Si una noche de junio pudiera hablar, probablemente sería para presumir de que inventó el verano”
Anónimo

 

 

César Valdeolmillos Alonso | 22.06.2014


Hace apenas unas horas que el tren del tiempo ha llegado a la estación del verano. No es esta una estación terminal, no. La del verano es una estación de parada y fonda donde vamos a hacer un alto en el camino, para luego continuar. Vamos a hacer un punto, que en algunos casos puede ser punto y seguido y en otros punto y aparte.

Cuando comienza el verano, nosotros finalizamos una etapa y la vida nos da un respiro para que hagamos balance de lo acontecido, y en función de los resultados, fijemos los objetivos que deseemos alcanzar en el futuro. Digamos que el periodo que media entre septiembre de un año y junio del siguiente, es una reválida con la que nos enfrentamos cada año y según los puntos que alcancemos, podremos mantener el rumbo o habremos de virar en busca de nuevos vientos.

Aunque la luminosidad del estío nos ciegue, en verano todo cambia de color. La mayor parte de las veces no nos damos cuenta de ello. Estamos sumidos en la evanescencia del alto hecho en el camino. Es al regreso, cuando al enfrentarnos con nosotros mismos, habremos de adoptar las decisiones que habrán de orientar nuestro futuro.

En el verano todo es sólidamente sutil, profundamente superficial, sosegadamente bullicioso, fingidamente sincero. A la postre, mientras apreté la canícula, todo será permanente efímero.

Esta es la máquina que establecida la ruta, nos lleva de estación en estación. Desde las ventanillas de los vagones, contemplamos el paisaje que nos dice que nunca hubiera existido el verano sin esos días abrasadores, en los que deambulamos por las habitaciones medio en penumbra con las  persianas bajadas, sería inconcebible sin los gritos penetrantes de las golondrinas en el todavía cálido cielo del crepúsculo o el insistente cantar de los grillos y las cigarras, que durante el estío, dan color a sus noches.

En verano, las noches son más cortas, pero mucho más plácidas. Invitan al sueño y al ensueño. Se hacen presente esos momentos apacibles en los que nos sumimos a la espera del día siguiente y que nos invitan a escudriñar la infinita oscuridad de la madrugada, solo rota por los mensajes luminosos de las estrellas, que en los desconocidos caminos trazados en los cielos del estío, pueden conducirnos tanto a las cárceles de nuestro más profundo yo como a los emocionantes sueños de lo que queremos ser.

 El verano es la estación vacía para los periódicos, pero repleta de hermosos recuerdos de aquellos tiempos tan desgraciados en los que fuimos tan felices. En nuestra memoria quedaron grabados para siempre, campos cuajados de flores, bosques, valles, caminos, pueblos, casas, excursiones, el placer de atravesar el río con las sandalias en la mano, hacia una de sus serpenteantes orillas cubiertas de vegetación… evocaciones de veranos pasados en familia.

Los días se suceden uno tras otro con cielos tórridos preñados por el luminoso azul que solo se atreven a romper lejanas nubes que parecen de algodón. Da la impresión de que el mundo nunca hubiera conocido la vivificante y reparadora frescura de un arroyo, hasta que de pronto, el cielo, contraído sobre sí mismo hasta alcanzar la máxima tensión, se oscurece, se parte en dos y nos inunda  con la lluvia violenta y generosa de una tormenta que lava con furia los árboles, los tejados, las paredes y las calles polvorientas, dejándonos el inconfundible y refrescante olor de la tierra mojada.

En mi memoria aún conservo la imagen del vendedor de helados, el vendedor de refrescos hechos con esencias de todos los sabores, el eco y los colores  de los fuegos artificiales. Son viejas estampas que hacen que seamos asaltados por los recuerdos de una vida que ya no nos pertenece, pero en la que aún encontramos las más pobres y más firmes de nuestras alegrías: los olores de los inacabables veranos de nuestra niñez, el barrio que amábamos, en el que jugábamos y cometíamos cada día una travesura distinta, el cielo diferente de la tarde, las risas y la ausencia de inquietud alguna, y quizá, hasta el desasosiego de aquel inocente e ilusionado primer amor que jamás llegó a ser.

César Valdeolmillos Alonso