Cartas al Director

Lo que a los pueblos les hace grandes

 

“Yo hago lo que usted no puede y usted hace lo que yo no puedo. Juntos podemos hacer grandes cosas...”
Madre Teresa de Calcuta

 

 

César Valdeolmillos Alonso | 16.01.2014


Tras toda una vida haciéndome preguntas a las que no termino de encontrar respuesta, una de las pocas cosas que tengo meridianamente claras, es que la vida es sagrada. Es lo único que tenemos, y solo prestada por un tiempo breve. Por eso, hechos como los recientes sucesos acaecidos en París, me conmueven y me entristecen, porque mi razón me dice que Dios, sea cual sea la religión desde la que se le invoque, no puede negarse a sí mismo y permitir que su obra, nosotros, los seres que nos llamamos humanos, aniquilemos, destruyamos o deshagamos en su nombre, a quien Él mismo creó a su imagen y semejanza.

Nadie, y menos en nombre de Dios, está autorizado a destruir su propia obra.

Asentado el principio de que la vida es sagrada por ser obra de Dios, y desde una creencia religiosa, no podemos eludir la evidencia de que la fe es un sentimiento íntimo del ser humano, nacido de su inquietud espiritual y su deseo de conocer el porqué y el para qué de sí mismo y por tanto, absolutamente legítimo y respetable. Un sentimiento, es verdad, inducido, antropológica, histórica y culturalmente, pero, en cualquier caso, digno de la más profunda consideración porque forma parte de su propia razón de ser.

Por esta razón, no encuentro justificable que en nombre de la libertad de expresión, se ironice o se haga mofa de creencias éticas o filosóficas por el hecho de no compartirlas, y ya no solo por el respeto que debemos a quienes en ellas —acertada o equivocada equivocadamente— en ellas creen, sino porque, en cualquier caso, estos hechos no constituyen la mejor forma de alcanzar una coexistencia armónica, pacífica e integradora de los pueblos.

Pienso que no tenemos ni medio claro de en dónde debemos establecer el límite del concepto de la libertad de expresión. Lo hemos sacralizado, sin tener en cuenta que la libertad, sea cual sea su forma de manifestarse, termina siempre dónde empieza la de nuestros semejantes.

Por consiguiente y en base al respeto mutuo que todos nos debemos, creo que nadie tiene la fuerza moral suficiente, para por ningún medio, salvo el de la palabra y libre convencimiento, imponer sus creencias a otras personas.

Como es de suponer, he seguido con profundo interés los trágicos acontecimientos acaecidos recientemente en Francia y la reacción social y política que los mismos han suscitado. Y he de confesar que he sentido una profunda admiración por la imagen de unión sin fisuras que los franceses han ofrecido al mundo, ante la salvaje agresión externa sufrida.

Ejemplar fue de cómo el presidente François Hollande recibió a la puerta del Elíseo a su opositor Nicolás Sarkozy, con un espíritu de mutuo dolor y absoluta unidad. Una unidad, que en los momentos más difíciles, hizo que todos los franceses se sintiesen miembros de un mismo cuerpo herido, pero con confianza plena en sus líderes e instituciones.

No hubo reproches ni acusaciones por ninguna de ambas partes. Solo el estrecho abrazo espiritual del apoyo mutuo, porque en Francia no ha habido derechas e izquierdas. Por encima de los intereses políticos partidistas, sus dirigentes han sabido estar a la altura que la ocasión requería y considerar, que por encima de lo que puede separarles, estaban los valores superiores que les unen: los intereses de Francia.

Ellos mismos han sido los que han convocado una manifestación para decirle al terrorismo, que ahí estaban todos unidos en un solo cuerpo para hacer frente al salvajismo y a la barbarie. Y en esa manifestación, bajo una sola bandera, la de Francia, han sido apoyados sin reservas por la comunidad internacional.

Al ver ese comportamiento, sentí pena y vergüenza al recordar la triste imagen que dimos los españoles cuando sucedieron los dramáticos atentados del 11-M. Nuestra tragedia fue infinitamente mayor, 190 muertos y unos 2.000 heridos. El mayor atentado terrorista sufrido en Europa. Y ¿Qué hubo aquí? Falta de humildad de una parte y bajeza moral y oportunismo político de otra. Se utilizó la sangre de los muertos y los heridos como arma arrojadiza para obtener ventaja política, rompiendo sin escrúpulos todas las reglas.

Indignamente, se provocó un cerco y acoso político a las sedes del partido gobernante y manifestaciones masivas en toda España, no para mostrar el dolor y la repulsa por nuestras víctimas, sino para llamar asesinos al Presidente del Gobierno y sus ministros. Manifestaciones en las que se exhibieron banderas partidistas y muchas que recordaban tristes y dramáticas épocas pasadas. Manifestaciones que como la francesa, no tuvieron el apoyo presencial de la comunidad internacional.

Mi admiración por la clase política francesa alcanzó su máximo grado cuando el Presidente de la Asamblea instó a los diputados a guardar un minuto de silencio en señal de dolor y respeto a las víctimas del atentado sufrido y un diputado, rompiendo el protocolo y en solitario, comenzó a cantar La Marsellesa. Inmediatamente, este representante del pueblo fue seguido por la totalidad de sus compañeros, sin distinción de ideologías. La que sonaba, era la voz de Francia unida. Un hecho que no se producía desde el final de la primera guerra mundial.

César Valdeolmillos Alonso