Cartas al Director

El rocío de las cosas pequeñas

 

“La felicidad humana generalmente no se logra con grandes golpes de suerte, que pueden ocurrir pocas veces, sino con pequeñas cosas que ocurren todos los días”
Benjamín Franklin
Estadista y científico estadounidense.

 

César Valdeolmillos Alonso | 27.12.2013 


En estos días de Navidad, quizá la palabra que más utilicemos, sea la de felicidad. 

Nos deseamos felicidad los unos a los otros, porque es aquello a lo que aspiramos con todo nuestro afán, para lo que empeñamos todo nuestro esfuerzo y hacia donde dirigimos toda nuestra energía. 

La felicidad es un deseo, una necesidad del género humano desde el amanecer de los tiempos; una exigencia que venimos manteniendo de forma inquebrantable a través de los siglos; un ansia; una avidez que llevamos en los genes y que lo manifestamos desde los primeros momentos de nuestra vida.

Cuando un niño no está satisfecho; se encuentra incómodo; tiene hambre o le aqueja algún mal, lo manifiesta llorando. En suma, no es feliz. Cuando por el contrario está tranquilo; limpio; saciado, y nada hay que le trastorne, le vemos reír o dormir plácidamente, señal de que nada la molesta o le inquieta. ¡Es feliz! Esto demuestra que desde nuestra más tierna infancia, la felicidad es vital para nosotros. Nacemos con la imperiosa obligación de ser felices y ese es nuestro principal objetivo.

¿Pero la felicidad es algo que se puede alcanzar? ¿Es algo que podemos obtener por algún medio? ¿Se puede comprar o vender? Hay quien piensa que el dinero lo compra todo. Craso error, porque solo la barato se compra con el dinero, y la felicidad, como el amor, es algo intangible que no cotiza en los mercados terrenales.

La felicidad no es un objetivo a conseguir. Es un estado de ánimo que albergamos en nuestro interior: Lo llevamos en los genes.

Por supuesto que todos experimentamos variaciones en nuestro ánimo, con los aconteceres cotidianos, pero las alteraciones que sufrimos, tanto las que nos hacen felices, como aquellas que nos causan pesar y sufrimiento, suelen ser pasajeras, volviendo al cabo de poco tiempo a nuestro estado habitual.

Incluso las alteraciones más profundas, como puede ser un cambio social o económico positivo, o por el contrario la pérdida de un ser muy querido o cualquier otro acontecimiento adverso que haga cambiar negativamente el rumbo de nuestra vida, no es fácil que persistan permanentemente en nuestro ánimo, porque seguiremos vivos y la vida continuará haciéndonos sentir la exigencia de esa felicidad, que en la mayoría de los casos, ni sabemos lo que es, ni donde se encuentra.

La felicidad, si es que existe, deberá sustentarse en la ausencia de todo mal, por lo que deberíamos despojarnos de todo atisbo de turbulencia interior, agitación, codicia, angustia o desazón.

No sé si la felicidad es ser espectador de la vida o intérprete de la misma. A caso sea ese clímax que se crea durante la representación, en el que público y actuantes llegan a constituir un solo espíritu. La felicidad en este mundo, es tan inimaginable, que quizá solo se produzca en la fusión plena del ser humano con la madre Naturaleza. En la plena armonía del ser con el universo. Quizá la felicidad consista en la ausencia de sí mismo.

O quizá sea ese instante en el que escuchamos el trinar de un ruiseñor; esa lágrima, que de emoción, resbala sobre nuestro rostro; la sonrisa de un niño; el delicado perfume de una rosa; la caricia del viento o el primer rayo de sol de un  amanecer. Quizá la felicidad sea la nostalgia de un bello momento pasado o la ilusión de un sueño que aún no ha sido.

Puede ser una conversación agradable, el gozo de una lectura interesante, el éxtasis de un paseo por el parque, el profundo sentimiento de una música apasionante.

En este mundo, la felicidad, o la encontramos en el rocío de las cosas pequeñas, o nos sucederá lo que dice Antonio Gala: que “Cuando uno está sufriendo, imagina que la felicidad existe del otro lado de la puerta; pero cuando uno ya no sufre, sabe —y eso es lo peor— que la felicidad no existe”.

César Valdeolmillos Alonso