Tribunas

Bienvenida, Clara

 

Carola Minguet Civera
Doctora en CC. de la Información.
Responsable de Comunicación de la Universidad Católica de Valencia.


 

 

 

 

 

Está claro que bajo la bandera del feminismo se han logrado conquistas necesarias para la equidad en los derechos y libertades de hombres y mujeres. Sin embargo, cuando estos días los medios de comunicación se copan de proclamas que lo reivindican, me siento una extraña, pues me cuesta ver reflejada mi experiencia y la de tantas mujeres que conozco.

Con todo, no quiero dedicar estas líneas a reflexionar sobre si los ideólogos han conseguido que criterios que son de justicia natural tengan que ser discutidos recurrentemente: hombre y mujer tienen la misma dignidad; volver a eso cada 8 de marzo es comparable a repensar si la Tierra es redonda en el Día del Medio Ambiente (suele ocurrir: al añadir “ismo” se convierte en ideología lo que debería ser una forma natural de reconocer la vida y nuestro lugar en el mundo). Tampoco pretendo argumentar cómo este grupo ha secuestrado el término feminismo para encizañar al cuerpo social (la táctica del enfado, de cargar sobre los hombros de los hombres nuestros males, es bastante lamentable). Centrarme en la deriva que han tomado determinados postulados que empeñan irresponsablemente nuestro futuro es otra opción descartada (el feminismo nos traiciona cuando rechaza el matrimonio, la maternidad y la familia). Asimismo, recuso entrar en el discurso sobre la mujer, que, si quiere plantearse bien, pide detenerse en el significado de su feminidad y en la complementariedad con el varón (ser iguales en dignidad no significa ser fungibles o intercambiables).

La razón de descartar estos puntos es que cada uno de ellos daría para varios artículos. Por ello, he decidido centrarme en la idea con la que he arrancado: la perplejidad que me provocan algunos mantras que se repiten como dogmas, cuyos axiomas no responden a la realidad que conozco. Escojo un tópico –la sociedad patriarcal-, pues esta columna pide brevedad, y un caso –mi hermana pequeña-, ya que me resulta frívolo teorizar sobre la mujer sin partir de la vida ordinaria de mujeres concretas.

Lucía se ha casado por la Iglesia, un compromiso que prescribe con la muerte; esto no es sumisión, sino un acto de libertad. En su familia no hay ninguna configuración sociocultural que otorgue a su marido predominio, autoridad y ventajas sobre ella, como tampoco hubo una relación de subordinación y dependencia de nuestra madre hacia nuestro padre ni de nosotras hacia nuestros hermanos. Antes estudió en la Universidad porque quiso y ejerce de enfermera sin que sea incompatible con su casa y con la educación de sus hijos. ¿Hace malabares para compaginar ambas cosas? Los hace. ¿Le lleva a la queja? No. Le empuja a trabajar y a que su “genio femenino” que decía Juan Pablo II esté presente en ambos niveles y crezca (lo que se ejercita, se desarrolla) sin renunciar a ninguno y evitando el reproche hacia lo masculino.

Es verdad que dicha integración es una novedad y un reto en la medida en que muchos hombres aún no entienden que deben cooperar para que se haga efectiva (en primer lugar, aplicando la conciliación ellos también), pero desmonta la teoría de la tiranía masculina. ¿Por qué? Porque renuncia a la perspectiva de la oposición: no se puede progresar en este sentido sin caminar juntos. En verdad, no se me ocurre ningún avance social, sea en el campo que sea, que se pueda plantear y acometer sin la complicidad entre los hombres y las mujeres.

Escribo esto mientras Lucía está de camino al hospital para dar a luz a su hija, Clara. Seguramente, cuando crezca mi sobrina también se sorprenderá ante los discursos incendiarios sobre la mujer (si no han quedado desfasados) porque sus padres le habrán explicado desde niña sus derechos, también sus obligaciones. Se extrañará porque ya sabrá que es libre, valiosa, única e irrepetible, llena de dignidad, como lo son también sus tres hermanos. Bienvenida, pequeña Clara.