Iglesia

 

¿Puede la Iglesia ser una democracia?

 

Mientras se lleva a cabo el sínodo sobre la sinodalidad de la Iglesia, muchos se preguntan por qué la Iglesia no es más democrática. La Iglesia ha vivido durante mucho tiempo con el modelo jerárquico, una sociedad desigual con clérigos y laicos obedientes, dirigida por un pontífice soberano. ¿Es esto todavía sostenible?

 

 

 

14 dic 2021, 17:00 | Sylvain Gasser, asuncionista, La Croix


 

 

 

 

 

Actualmente, muchas personas se cuestionan el funcionamiento del gobierno de la Iglesia. ¿Por qué no integrar más la democracia como modo central de legitimación y control? A la visión universal del hombre y de Dios, ¿por qué no dar más expresión a las necesidades particulares de las iglesias locales?

La Iglesia no es una democracia, sino una comunidad dirigida únicamente por Cristo. Nace de una decisión de Dios, no de los hombres. No se vota su confesión de fe. Sus ministros no son delegados de abajo, sino que son recibidos y suscitados por el Espíritu. Sus orientaciones pastorales no están sujetas a iniciativas parlamentarias. También recuerda el mandato de Cristo: "Sabéis que los jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros" (Mt 20,25-26).

Sin embargo, la Iglesia no puede sustraerse a la organización del poder, a las sensibilidades políticas de la época, al análisis e incluso a la crítica institucional de su manera de reunirse. Durante mucho tiempo, la Iglesia se acomodó al modelo jerárquico, una sociedad desigual con clérigos y laicos obedientes, dirigida por un pontífice soberano.

 

"No te hemos elegido para que decidas solo"

Los elementos de la democracia moderna siempre han estado presentes: en la elección de los obispos y del papa, en la vida fraternal de las comunidades, en las reglas monásticas. Recordemos la escena de la película De dioses y hombres, en la que se le reprocha al abad su forma de actuar: "¡No te hemos elegido para que decidas solo!". Cuando surgieron las primeras reivindicaciones democráticas, a la Iglesia le costó ver su legitimidad, le costó reconocer los méritos del modelo y dudó sobre la experiencia práctica que se derivaría de él.

Según el Vaticano II, la Iglesia es el Pueblo de Dios antes de ser una constitución jerárquica. Todos los cristianos son iguales por el bautismo, la llamada a la santidad y al servicio, y la responsabilidad misionera. El sentido personal y colectivo de la fe del Pueblo de Dios, autentificado por el Magisterio, tiene autoridad. Como pueblo espiritual y fraterno, la Iglesia es una comunión con Dios, una comunión entre los fieles de Cristo, una comunión de comunidades locales. Si hablamos de colegialidad o sinodalidad, es para designar esta forma de organizarse, consultarse y caminar juntos.

La Iglesia no tiene que plegarse a las reglas de la democracia parlamentaria. Pero, considerando la justicia de las aspiraciones de los creyentes, se la invita a adaptar su forma de actuar, signo de su vitalidad que hace que se desprenda de sus costumbres y resista a lo evidente. De este modo, se da la posibilidad de comprender mejor su propia situación, de adquirir una mayor comprensión de sí misma, un movimiento virtuoso que revela su docilidad al soplo del Espíritu y permite que la Palabra sea escuchada y respetada por el mayor número. El establecimiento de ciertas experiencias democráticas se convierte en una condición para la credibilidad del Evangelio en la actualidad.