Fiestas religiosas

 

La Ascensión de Cristo abre el espacio a la esperanza

 

La Ascensión va contra la lógica del mundo: una tumba vacía hizo posible la difusión del mensaje evangélico a los cuatro costados del mundo. Un texto del padre Jean-Marie Ploux, teólogo.

 

 

11 mayo 2021, 09:23 | La Croix


Imagen: Garofalo, Ascensión, 1520, Palazzo Barberini, Roma.

 

 

 

 

 

¡Qué contraste entre esa pesada piedra, rodada sobre el sepulcro donde yace encadenado con vendas en las entrañas de la tierra -en "los infiernos", como dice el Credo-, y esa oleada de libertad donde es llevado a las nubes del cielo! La ascensión es el culmen de una elevación, desde el lento ascenso de la vida a través de las mutaciones de la energía y la transformación de la materia, y luego la progresión de la humanidad en el dominio de su entorno, la afirmación de su libertad y la mayor sensibilidad de su conciencia a través de los abismos del mal y la muerte, todo ello a pesar del caos o de los juegos de azar, a pesar de los callejones sin salida y, sobre todo, con un perdón más fuerte que las faltas, un amor más fuerte que la muerte.

Contraste entre la muerte y la vida, el cautiverio y la libertad, el grano moribundo y el Pan. La nube que lo aleja de los ojos de los cautivos es la misma nube que alejó al pueblo hebreo de quienes lo tenían cautivo, luz oscura de día y fuego de noche (Éxodo 13,21). Abandonado a la muerte en una cruz, Dios lo resucitó por encima de todo, dice el himno a los Filipenses. Esta "ascensión" tiene lugar en el mismo emplazamiento en que ya tuvo lugar su abajamiento, en el Monte de los Olivos, donde Jesús experimentó la agonía de su Pasión. También es desde allí donde la presencia de Dios voló para acompañar al pueblo de Judá a su tierra de exilio (Ezequiel 11,23-24), y es allí de nuevo donde Zacarías sitúa la llegada del Reino (Zacarías 14,4).

 

Dios crea de la nada

Haciéndose eco de ello, la Epístola a los Hebreos, interpretando el Salmo 8, evoca la realización del hombre, al que se ha constituido como "poco inferior a los ángeles” y coronado de gloria y esplendor. Después de él, todo el que se humille será exaltado (Lucas 14,11). Contra la lógica del mundo, la lógica de Dios se basa en "lo que no es", en "la nada" (1 Corintios 1,28), para que podamos vivir como si no estuviéramos encerrados en lo que somos (1 Corintios 7,29). Además, ¿no dice la Sabiduría que Dios crea de la nada? ¿Y no es una tumba vacía lo que permite que el mensaje se difunda a los cuatro rincones del mundo? Pero tenemos miedo al vacío, a perdernos, y la "nada" nos asusta... Sin embargo, la Ascensión nos dice que el secreto de la vida mística es aceptar ese no ver nada y no aferrarse a nada. "Se apoyó en el invisible como si lo viera" (Hebreos 11,27).

Como hasta el final fue uno de ellos, creyeron que se trataba de algo sólo para ellos y que podían quedarse con él. Incluso a María de Magdala se le dijo: "No me retengas". Porque esperaban el Reino y porque anunciaba el Reino de Dios, creían que por fin establecería una sociedad perfecta, la sociedad que terminaría con los riesgos de la historia y la libertad. Así que ahora tenía que estar oculto a su vista. No se trata una ausencia al uso, sino de la condición para que pueda permanecer, por el contrario, disponible para todos, en todas partes y siempre presente. Se oculta a sus ojos para que se lancen a su encuentro por los caminos del mundo. Para que, viviendo de su recuerdo, lo descubran en otro lugar y de forma diferente, desconocido bajo la apariencia de su vecino.

 

La esperanza de la Ascensión

La Ascensión abre el espacio a la esperanza. Es un espacio-tiempo sin límite, irreductible, pero que nos prohíbe creer que el Hijo del Hombre pueda estar aquí o allá. Su presencia, su parusía, se concreta en la trivialidad de la existencia cotidiana, en la incertidumbre, en la no-posesión, en la atención a lo que viene y a lo que pasa. No hay un día ni una hora determinadas para su regreso, pues está con nosotros hasta el final. Velar es algo de cada día y cada hora, es una atención a la vida de cada uno, un modo de acercarse al otro para que sea nuestro prójimo.

Al igual que Elías dejó su espíritu a Eliseo, que vio cómo se lo llevaban en su carro (2 Reyes 2,9-12), Jesús deja su Espíritu a sus discípulos, que ven cómo se lo llevan. Así, esforzándose por vivir del Espíritu como él, la Iglesia será su cuerpo para que, a lo largo del tiempo, en su debilidad, en su fragilidad y también en la constancia de una conversión siempre renovada, anuncie viviendo lo que ha visto, oído, tocado por la Palabra de Vida (1 Juan 1,1). Para que ponga los signos sacramentales de su presencia incluso en lo más profundo de la existencia humana.