Firma invitada de don Braulio Rodríguez, arzobispo emérito de Toledo: “… La resurrección de la carne y la vida eterna”.

 

01/05/2021 | por Grupo Areópago


 

 

 

 

 

La pregunta más seria que los seres humanos pueden plantearse es si la muerte es la última palabra, tanto para la vida individual como para la colectiva. Sabemos con absoluta certeza que todos nosotros y todos aquellos por quienes nos preocupamos moriremos. ¿Es posible salir de algún modo de esta “obligatoriedad” que es la muerte? Lo primero que me viene a la mente son unas palabras de san Agustín en un sermón sobre la Resurrección:

 

       “La resurrección de nuestro Señor Jesucristo define la fe cristiana. Que naciera hombre como todo hombre en un tiempo dado, pero también Dios de Dios fuera del tiempo; que naciera en nuestra carne de muerte, y en semejanza de nuestra carne de pecado; que se hiciera pequeño, que superara la infancia, que llegase a la edad de hombre maduro y viviera en ella hasta la muerte: todo esto preparaba su resurrección. Porque no hubiera resucitado sin su muerte, y no hubiera muerto sin su nacimiento. Al nacer y al morir servía a su resurrección” (Sermón Morin Guelferbytanus 12: PLSuppl. 2,568).

 

       Ante estas bellas palabras, que ayudan a vivir la muerte, sin embargo, muchos que no creen en Cristo y su resurrección como solución a la inevitable muerte nos acusan de ser insensibles a la muerte o de solucionar el problema que ésta supone para los humanos de una forma un tanto “inhumana” y simplona. Sigamos, pues, el pensamiento de san Agustín en la continuación de ese sermón: “Que Cristo nuestro Señor naciera hombre como todo hombre, muchos lo creen, incluso gentes impías y sin fe. Si ignoran que nació de una virgen, sus enemigos, como sus amigos, creen que Cristo nació hombre; sus enemigos, como sus amigos, creen que Cristo fue crucificado y que murió. Pero sólo sus amigos creen en su resurrección. ¿Por qué? El Señor sólo quiso nacer y morir para resucitar, y es en su resurrección donde ha establecido nuestra fe”.

       No estamos afirmando que la muerte sea “natural”. Ya sé que para muchos la muerte es inaceptable y también que es un ultraje, por ejemplo, la muerte de un niño inocente. ¿Hay alguna palabra de consuelo para quienes aceptan la muerte como un ultraje? Yo ya sé que en este campo no es argumento decir que nuestra fe exige sumisión a la voluntad de Dios en la vida y en la muerte, y encontrar de este modo aceptación de la muerte, porque estaríamos entendiendo que Dios es su autor. Tampoco se puede entender a Dios como el supervisor pasivo de la muerte, por ejemplo, de ese niño inocente. Dios no nos exige ese tipo de sumisión. Eso no está en la Biblia. Tampoco se trata de consolarnos diciendo que todos nosotros, incluido ese niño, seremos en el futuro absorbidos dentro de una especie de océano cósmico de la divinidad. Esto sencillamente no consuela, pues cada uno de nosotros somos únicos e irreemplazables, infinitamente preciosos.

       La fe cristiana afirma, en efecto, el valor único y el destino de este niño, o de cualquier persona, de la humanidad entera. Esta afirmación de fe está contenida, con la más sólida densidad y concisión imaginable, en la exclamación “¡Cristo ha resucitado!”. Ésta es la razón de que la resurrección sea fundamental y el inicio real de la fe cristiana y de que lo siga siendo si queremos mantener la posibilidad de esta fe en nuestros días. Con entera razón puede san Pablo exclamar: “Si no hay resurrección de los muertos, tampoco Cristo ha resucitado. Pero si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana también vuestra fe” (1 Cor 15,13-14). Y podríamos decirle al Apóstol: “Vuélvete a Tarso, dedícate tranquilamente a tu oficio de fabricante de tiendas: no ha resucitado Jesús porque no resucitan los muertos”.

       En la fe en Cristo resucitado no tenemos teorías. La creencia en la resurrección, la de Jesucristo, ha sido y es central para la fe cristiana. Con Cristo se ha puesto en marcha en el universo un proceso inmensamente poderoso de redención y, por tanto, de solución a la muerte. En la pasión y muerte de Cristo en la cruz, en el punto extremo de la humillación del Hijo de Dios, Él comparte los sufrimientos todos de la creación e inicia la reparación, pero porque Él ha resucitado tras la muerte y en su persona –que es Dios y hombre verdadero- ha comenzado la etapa final para nosotros y el mundo que nos rodea, para que tenga la gloria que Dios ha querido para su creación.

       Siempre nos dicen que este lenguaje es poco comprensivo y que no se adapta a los “nuevos tiempos”, que la gente quiere soluciones. Ciertamente no es nada fácil encontrar la forma adecuada para ello. El lenguaje humano no puede expresar, en efecto, ni testimoniar una intuición que es de orden de una verdad que no responde a criterios modernos de conocimiento, o de demostración racionales, tal y como son definidos desde R. Descartes y I. Kant. Es, pues, normal que la noticia de la resurrección de Jesús sea anunciada como un “grito entusiasta” por los primeros testigos hasta hoy: “Dios ha resucitado a Jesús de entre los muertos”.

       Pero eso no quiere decir que se trata de una invención. Es la sorpresa que uno experimenta cuando sabe que esa resurrección de Jesús es lo que más necesita la condición humana. Escuchemos, de nuevo a san Agustín: “En la condición humana hay dos instancias, que ya conocíamos: el nacer y el morir. Mas Jesucristo nuestro Señor, para enseñarnos lo que no conocíamos, tomó sobre sí lo que ya conocíamos. Para enseñarnos la resurrección quiso nacer y quiso morir. La Ley que rige en la tierra, en nuestra condición de mortales, es la ley de nacer y morir; la ley que no puede darse en los cielos, pero que no deja de darse en la tierra. ¿Quién, en efecto, sabría resucitar y vivir para siempre? Esta es la novedad que trajo a la tierra el que vino de Dios. Por el hombre se hizo hombre. ¡Compasión inmensa! Hecho hombre el hacedor del hombre. Era poco para Cristo ser lo que era. Quiso más, y se hizo aquello que él había hecho. ¿Qué es esto de hacerse lo que él había hecho? Hacerse hombre el que había hecho al hombre”.

       Lo que estamos afirmando o mostrando en estas páginas es algo en el fondo sencillo: por quien ha empezado la resurrección de los muertos es por Jesús de Nazaret, de cuya vida participamos nosotros, si queremos aceptarlo, pues esta vía a la solución de la muerte está abierta y ofrecida a todos. No es ni magia ni imaginarnos o aprender una técnica. Es gratis y supone siempre, de muchos modos y maneras, dejarse amar por Cristo, aceptar su perdón por nuestros pecados y participar de una situación inesperada por inaudita, que ya compartimos y compartiremos con todos los que hayan vivido la verdad para siempre.

       Concluye san Agustín su sermón mostrando una paradoja: “¡Extraña confusión! Todos los hombres temen aquello de lo que nadie escapa y, sin embargo, no hace aquello que está en su mano hacer. Que no mueras, es algo que no puedes hacer. Vivir en el bien, eso es algo que puedes hacer. Haz lo que puedes, y no temerás lo que no puedes. Pues nada es tan seguro para el hombre como la muerte. Empieza por el principio… Y puesto que en esta vida en que andamos no podemos sino morir, y por más que la amemos no podemos hacerla eterna, refugiémonos en el que nos ha prometido una vida eterna”.

 

 

+Braulio Rodríguez Plaza,
arzobispo emérito de Toledo

 

 

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