Tribunas

 

Oficios de Semana Santa

 

 

Ángel Cabrero

 

 

 

 

 

El día de San José, por la mañana pronto, un hombre mayor iba delante de mí por la acera y al adelantarle oí que estaba hablando por el móvil: “Sí, ahora voy a misa, ya sabes que hoy es día de misa. A ver si te vienes tú también…”. No cogí más, pero me resultó conmovedor, una imagen de buen cristiano que sabe valorar las fiestas y vivirlas como la Iglesia nos enseña, y además animando a otros.

Estos meses de pandemia han sido muy malos para la práctica habitual de asistir a misa, en domingos, fiestas o en el día a día. En algunas personas hay una preocupación, aunque también miedo de mezclarse con gente. En otras personas hay ya un acostumbramiento a ver las ceremonias litúrgicas por la televisión. Sin duda es uno de los daños importante producido por el coronavirus. Pero también nos habla de lo fácil que es para cualquiera caer en la pereza.

Me ha resultado sorprendente lo que cuenta Ana Iris Simón, en su libro de moda, “Feria”, sobre como ella descubrió la misa y empezó a asistir, a escondidas, en una familia donde su padre era -lo decía de sí mismo- ateo monoteísta, y la madre agnóstica de hecho. Y la niña descubre la misa y empieza a asistir a escondidas. Cuenta ella en su libro: “Yo en lugar de rezar iba a misa a escondidas. Lo empecé a hacer dos años antes de la comunión, con siete. (…) Me senté en uno de los bancos de atrás, en la esquinita, por si tenía que salir corriendo en algún momento” (p. 94).

Es sorprendente que en una familia donde no solo no hay ninguna práctica religiosa, sino que existía un “ateísmo practicante”, una niña de siete años tiene la inclinación a asistir al sacrificio de la Misa y procura no fallar, en un ambiente abiertamente contrario. A escondidas. Nos damos cuenta de que lo religioso, vivido con convencimiento, engancha. “Y llegar a casa, también me gustaba llegar a casa y guardar el secreto, no poder contarle a nadie que había estado en misa, que también era un ritual del silencio. A nadie salvo a Cynthia, a la que el primer fin de semana que se quedó a dormir a mi casa le conté que era un hereje del ateísmo monoteísta” (p. 96).

Parece que hace falta una cierta dificultad para que haya más ambiente religioso. Si se valora la asistencia a misa, en la medida que hay dificultades parece que valoramos más el poder asistir. Da un poco pena el acostumbramiento que se produce en situaciones adversas como la pandemia. Quienes se conforman con la tele. Eso sí, no han dejado de verlo por la tele; algo es algo.

En ese ambiente llegamos a la Semana Santa, y echaremos en falta las procesiones, todo ese ambiente místico y ritual que nos rodea. El incienso y la velas. Pero también los oficios, como algo tan central en estos días. Y nos damos cuenta de que hay un cierto ambiente de recuento: cuantos caben en la iglesia. A ver si no podemos entrar, porque si en la misa de cada día ya hay un buen puñado de gentes y en las cinco misas del domingo tenemos problemas con las distancias, en los oficios del Jueves y Viernes Santos los problemas serán más gordos.

También esos recuentos mentales tienen su aquel de consideraciones desde la fe. No nos da igual asistir que no. No es lo mismo comulgar que no. Y entonces uno empieza a echar cálculos de cuanta gente cabe en esta iglesia o en esta otra. De a qué hora tendré que llegar para conseguir un asiento no prohibido. Toda una manifestación de fe, propia de estos días, de quien no se conforma con sentarse en el sofá de casa para “verlo”.

 

 

 

 

 

 

Ana Iris Simón,
Feria,
Círculo de tinta, 2020.

 

 

 

 

 

Ángel Cabrero Ugarte