Opinión

Convivir en espíritu y en verdad

 

 

José Antonio García Prieto

 

 

 

 

 

El día en que se aprobó la ley que reconocía el derecho a acortar la vida, publiqué un artículo para mostrar lo insostenible de tal derecho. Al día siguiente, en este mismo medio, apareció un buen artículo sobre idéntico tema, mucho más breve. Con distintos puntos de vista, coincidíamos en lo esencial: la ley era inicua, auténtico oxímoron, porque “inicuo” es lo que “no tiene equidad o es injusto”. ¿Y caben leyes injustas? Recibí bastantes correos; el de  Ernesto, un amigo, me decía: “he leído tu último artículo en ECD. ¿Un poco largo no?”.

Tenía razón y se la di, añadiendo que acababa de leer otro sobre el mismo tema, y ambos me parecían válidos. La extensión y diversidad poco importa, si se coincide en lo esencial, y tal era el caso. El estilo ajeno, respecto del mío, me pareció directo y, con razón, hasta contundente.

Entonces me vino a la mente una asociación de ideas e incluso el título de este artículo, tomado en parte del Evangelio. Dejo a un lado, pues, la inicua ley que ha sido como la aguja para enhebrar el hilo de lo que sigue. Que el cambio de agujas no desanime al lector, si tiene paciencia para continuar a lo largo de estas líneas. Deseo destacar la importancia que encierra para convivir serenamente, el que las personas nos hablemos con sinceridad, de corazón a corazón y con la verdad por delante, más allá del tipo de discurso que empleemos. Es un reto arduo en los tiempos de post-verdad y escasez de espíritu trascendente que atravesamos.

Vayamos a la vida: quienes conocen el Evangelio recuerdan el encuentro de Jesús con una mujer samaritana. Ella iba a buscar agua, y él le pidió de beber. Fue el inicio de la amable conversación que mantuvieron, a pesar de la enemistad entre judíos y samaritanos. La mujer, después de tratar situaciones graves de su propia vida, le planteó una debatida cuestión religiosa: si los adoradores de Dios debían hacerlo donde los samaritanos decían -el templo del monte Garizim-, o en el templo de Jerusalén, según los judíos. Jesús, al responderle, fue a la raíz y superó el dilema: Créeme, mujer: llega la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre (..) Pero llega la hora, y es ésta, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad. Porque así son los adoradores que el Padre busca. Era el final de un razonado discurso en el que Cristo, con sus comentarios, despejó problemas existenciales y religiosos de la mujer. Ella, percibiendo que aquel hombre la trataba con delicadeza, respeto, y veracidad, terminó convencida. El culmen de la conversación fue descubrirle cómo debía ser el trato del creyente con Dios: en espíritu y en verdad, sin perderse en formalismos vacíos. Lo considero principio excelente, válido para todo el mundo en la diaria convivencia.

No hace falta ser cristiano -pienso- para concluir que ése es el buen camino: un trato animado por el espíritu -es decir, de corazón a corazón y hasta apuntando a lo trascendente-, e impulsado por la verdad que interpela a la razón y a la conciencia de quienes conversan. Y así, llegar a proposiciones -si fuera el caso- con exigencias importantes que liberen de ataduras y miserias personales. Eso sucedió con aquella mujer, a juzgar por su reacción después de hablar con Cristo: dejó el cántaro, y olvidándose hasta de lo que había ido a hacer, salió disparada a comunicar a otros el alegre descubrimiento que acababa de realizar.

Sin embargo, el protagonista tranquilo y sosegado de aquel diálogo, al cabo de un tiempo defiende idéntica verdad con terrible e inusitada contundencia: Cristo, a latigazos, arroja del Templo de Jerusalén a los mercaderes y derriba sus mesas de negocios, por haberlo convertido en cueva de ladrones. Se diría que no era la misma persona; quizá la samaritana, de haber estado allí, con dificultad lo hubiera reconocido. Dos gestos y modos distintos de hablar y de actuar de Jesús, pero siempre coherentes. Su corazón que le llevó a hablar con claridad y dulzura a la samaritana, fue el mismo que, con idéntico amor, le movió a empuñar el látigo.

Importa mucho actuar siempre guiados por el amor a la verdad y con sinceridad de corazón, aunque las circunstancias hagan que los “registros” con que se expresan, sean a veces muy distintos. El trato en espíritu y en verdad para con Dios, de los creyentes, tendría que animar también el de la convivencia ordinaria de todos: entre personas de la propia familia, el de las relaciones con colegas de trabajo, conversaciones entre amigos, etc. Hablarnos con veracidad y sencillez, sobre lo que consideramos que ayudaría a resolver un problema o una grave situación -sea nuestra, de la otra persona, o de ambos a la vez-, ayuda a derribar barreras o incomprensiones, si las hubiera. Muchos, quizá, tenemos experiencia de que es así.

Los dos modos distintos de actuar de Jesús me sugieren una última consideración, especialmente apropiada para los que somos Familia de Dios, en su Iglesia. Corremos el peligro de que los modos actuar y decir de otros cristianos nos lleven -por ligereza nuestra- a juicios erróneos o fuera de lugar sobre esas personas. Porque a veces, por poner un ejemplo, se leen o escuchan comentarios comparativos entre Papas -llámense Juan Pablo II, Benedicto XVI o Francisco, por citar los recientes-, que invitarían a contraponerlos, por pensar que algunas de sus enseñanzas fuesen divergentes; o yendo más lejos todavía, a emitir juicios que parecen olvidar que todo Papa es Vicario del mismo y único Señor, al margen de los diversos modos de hacer y enseñar de unos y otros.

Ningún católico debería tropezar en la piedra en que tropezaron los corintios, cuando san Pablo les llamó la atención, porque cada uno de vosotros va diciendo: “Yo soy de Pablo”, “yo, de Apolo”, “Yo de Cefas”, “Yo de Cristo”. Y les pide que, desde la fe, piensen también con sensatez, meditando lo que les escribe: “¿Está dividido Cristo?” (I Cor. 1, 12-13). Los cristianos estamos llamados a esa fe adulta y bien formada, que va más allá de las apariencias: a valorar todo, en definitiva, desde la sabiduría, que es don del Espíritu Santo.

Pero la convivencia en espíritu y en verdad debería ser patrimonio común -al margen de las creencias que se tengan o dejen de tenerse- y un reto por el que vale la pena sentirse fuertemente motivados.