Servicio diario - 06 de agosto de 2017


Transfiguración: encontrar a Jesús para poder servir
Raquel Anillo

Beata María Francisca de Jesús (Ana María Rubatto)
Isabel Orellana Vilches

San Cayetano de Thiene, 7 de agosto
Isabel Orellana Vilches

La Transfiguración del Señor
Enrique Díaz Díaz


 

6 agosto 2017
Raquel Anillo

Transfiguración: encontrar a Jesús para poder servir

Palabras del Papa Francisco antes y después del ángelus el 6 de agosto de 2017

(ZENIT-Ciudad del Vaticano, 6 de agosto de 2017) – “El acontecimiento de la Transfiguración del Señor nos ofrece un mensaje de esperanza: estaremos también con él. Él nos invita a encontrar a Jesús, para estar al servicio de nuestros hermanos”: el Papa Francisco ha consagrado así su alocución, antes del ángelus de este domingo 6 de agosto de 2017, en la plaza San Pedro, sobre la Transfiguración de Jesús ante sus apóstoles Pedro, Santiago y Juan.

El Papa invita a los bautizados a aprovechar el verano para dar más tiempo al encuentro con Jesús y de su Palabra en la oración lugar de una experiencia análoga a la de los tres apóstoles: “Al término de la experiencia admirable de la Transfiguración, los discípulos descendieron de la montaña (cf. V. 9) con los ojos y el corazón transfigurado por el encuentro con el Señor. Es el recorrido que podemos hacer nosotros también. El descubrimiento siempre vivo de Jesús no es un fin en sí, sino que induce a “descender de la montaña” con un vigor nuevo por la fuerza del Espíritu divino, para decidir dar un nuevo paso de conversión auténtica y para dar testimonio constante de la caridad.

Para esto el Papa indica el camino del desapego de las cosas del mundo y la oración: “Se trata de disponernos a la escucha atenta y orante de Cristo, Hijo bien amado del Padre, buscando los momentos íntimos de oración que permiten la acogida dócil y gozosa de la Palabra de Dios”.

Esta es nuestra traducción de las palabras pronunciadas por el Papa Francisco antes y después de la oración del ángelus del mediodía, desde la ventana del despacho del Vaticano que da a la plaza San Pedro.

AB/RA

 

Palabras del Papa antes del ángelus

¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!

Este domingo, la liturgia celebra la fiesta de la Transfiguración del Señor. La página evangélica de hoy cuenta que los Apóstoles Pedro, Santiago y Juan han sido testigos de este acontecimiento extraordinario.

Jesús los toma con él “y los conduce aparte, sobre una alta montaña” (Mt 17,1) y, mientras que él ora, su cara cambia de aspecto, brilla como el sol, y sus vestidos se vuelven blancos como la luz.

Moisés y Elías aparecen, entrando en diálogo con Él. En ese momento, Pedro le dice a Jesús: “¡Señor, es bueno para nosotros estar aquí! Si tú quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías” (v.4). No había terminado aún de hablar cuando una nube luminosa los envolvió.

El acontecimiento de la Transfiguración del Señor nos ofrece un mensaje de esperanza -estaremos también nosotros con Él-: nos invita a encontrar a Jesús, para estar al servicio de nuestros hermanos.

La ascensión de los discípulos hacía el Monte Tabor nos conduce a reflexionar sobre la importancia de este desapego de las cosas del mundo, para cumplir un camino hacia lo alto y contemplar a Jesús. Se trata de disponernos a la escucha atenta y orante de Cristo, Hijo bien amado del Padre, buscando momentos íntimos de oración que permitan la acogida dócil y gozosa de la Palabra de Dios.

Estamos llamados a descubrir el silencio pacificador y regenerador de la meditación del Evangelio, que conduce a un fin rico en belleza, en esplendor y en alegría.

En esta perspectiva, el tiempo de verano es un momento providencial para crecer en nuestro empeño de búsqueda y de encuentro con el Señor.

En este periodo, los estudiantes están libres de sus compromisos escolares y tantas familias están de vacaciones; es importante que en el periodo de reposo y de despreocupación de las ocupaciones cotidianas, podamos rehacer las fuerzas del cuerpo y del espíritu, profundizando en el camino espiritual.

Al término de la experiencia admirable de la Transfiguración, los discípulos descienden de la montaña (cf. v.9) Los ojos y el corazón transfigurados por el encuentro con el Señor. Es el camino que nosotros podemos hacer también. El descubrimiento cada vez más vivo de Jesús no es un fin en sí, sino que nos induce a “descender de la montaña” revigorizados por la fuerza del Espíritu divino para decidir a dar nuevos pasos de conversión auténtica y para testimoniar constantemente de la caridad, como ley de nuestra vida cotidiana.

Transformados por la presencia de Cristo y por el ardor de su palabra, seremos el signo concreto del amor vivificante de Dios por todos nuestros hermanos, especialmente por los que sufren, por aquellos que se encuentran en la soledad y en el abandono, por los enfermos y por la multitud de hombres y de mujeres que, en las diferentes partes del mundo, son humillados por la injusticia, el abuso de poder y la violencia.

En la Transfiguración, oímos la voz del Padre celestial que dice: “Este es mi Hijo amado. Escuchadle!” (v.5). Miremos a María, la Virgen de la escucha, siempre dispuesta a acoger y a guardar en su corazón cada palabra de su divino Hijo (cf. Lc 1, 51). Quiere la celeste Madre de Dios ayudarnos a entrar en armonía con la Palabra de Dios, de manera que Cristo se convierta en luz y guía de toda nuestra vida. Confiemosle las vacaciones de todos, para que sean serenas y fecundas, pero sobre todo el verano de los que no pueden hacer vacaciones porque están impedidos por la edad, por razones de salud, por problemas económicos, o por otros problemas, para que sea de todas maneras un tiempo de relajación, entretenido por la presencia de amigos y por momentos alegres.

 

Palabras del Papa Francisco después del ángelus

Queridos hermanos y hermanas,

Os saludo a todos, Romanos y peregrinos de diferentes países: familias, asociaciones, fieles individuales.

Diferentes grupos de adolescentes y de jóvenes están hoy: yo os saludo a todos con una gran afecto!, en particular al grupo de la pastoral de jóvenes de Verona, los jóvenes de Adria, Campodarsego, Offanengo.

Os deseo a todos un buen domingo. Por favor, no os olvidéis de orar por mí. Buen provecho y adiós.

© Traducción de ZENIT, Raquel Anillo

 

 

06/08/2017-19:14
Isabel Orellana Vilches

Beata María Francisca de Jesús (Ana María Rubatto)

«Italiana, primera beatificada del Uruguay. Es fundadora de la Congregación de las Hermanas Terciarias Capuchinas de Loano. Extendió su obra a favor de los enfermos, niños y jóvenes abandonados en Uruguay, Argentina y Brasil»

Hoy, día de la Transfiguración del Señor, la Iglesia celebra la vida de Ana María. Juan Pablo II al elevarla a los altares el 10 de octubre de 1993 recordó que era la primera beatificada del Uruguay, aunque nació en la localidad italiana de Carmagnola, el 14 de febrero de 1844. Casi toda su vida discurrió en su país, pero la muerte le sorprendió en Montevideo.
Ana María tenía siete hermanos; algunos fallecieron en la infancia. Tuvieron la gracia de nacer y crecer en el hogar de una familia cristiana. Ella aprendió a amar a Dios con el testimonio de sus padres, y en particular de su madre ya que perdió a su progenitor a la edad de 4 años. Quince años más tarde fue ésta la que murió. Entonces dejó Carmagnola y se trasladó a Turín. Aunque no había recibido estudios, poseía una inteligencia natural que encubrió esa carencia formativa. Prueba de ello fue la acertada misión que desempeñó como dama de compañía de la noble piamontesa Mariana Scoffone, y la gestión de sus bienes patrimoniales desde 1864 a 1882.
Habría tenido la posibilidad de contraer matrimonio si hubiera querido. De hecho, un ciudadano de Carmagnola de alta posición la había pretendido, pero aguardó una respuesta en vano durante varios años porque Ana María rechazó esta opción; sentía la llamada de Dios. En Turín simultaneaba sus tareas ordinarias con la formación de niños como catequista y auxiliaba a los enfermos, especialmente los que se hallaban en el Cottolengo abandonados a su suerte. Su relación con el Oratorio de Don Bosco acentuó más si cabe su inclinación a entregarse a Dios y al prójimo.
En el estío de 1883, hallándose en Loano, aconteció un hecho significativo que iba a marcar su vida. Fue testigo de un accidente laboral que sufrió un albañil; la funesta caída le hirió en la cabeza. Ella le auxilió, le curó, y le dio el estipendio que le hubiera correspondido por dos días de trabajo con objeto de que pudiera restablecerse en su domicilio. La Providencia quiso que el edificio en cuya construcción trabajaba el obrero fuese destinado a una comunidad compuesta por mujeres, aunque faltaba la persona apropiada para regirla. Esta iniciativa apostólica la impulsaba el capuchino, padre Angélico de Sestri Ponente, quien al conocer a Ana María pensó que ella era la idónea para asumir tal responsabilidad. La beata abandonó las actividades que llevaba a cabo en Turín, y se instaló en Loano.
En enero de 1885, con el apoyo del capuchino, junto a cinco jóvenes fundó la Congregación de las Hermanas Terciarias Capuchinas de Loano con el fin de atender a los enfermos con particular dilección por los niños y los jóvenes abandonados. Tomó el nombre de María Francisca de Jesús y emprendió una labor misionera sin retorno. El prelado de la diócesis la designó superiora. En 1888 el Instituto ya se había extendido a otros puntos de Italia. En 1897 viajó a América Latina junto a cuatro religiosas. Fundó en Montevideo, Buenos Aires y Rosario. En Montevideo conoció personas que la ayudaron generosamente. Con los recursos que le proporcionaron se estableció en el barrio Belvedere y pensando en el bienestar y formación de las mujeres, erigió una escuela y un taller de costura que les permitiría ganarse la vida de forma digna. Igualmente con lo que obtuvo de una gran benefactora construyó una casa con una capilla para la comunidad que puso bajo el amparo de la Santísima Trinidad y de San Antonio cumpliendo la petición de la bienhechora. La capilla es el actual santuario que lleva el nombre de la beata.
En 1899 viajó al Marañón, al nordeste del Brasil, pero año y medio más tarde sufrió la tragedia de conocer el martirio de seis de sus hijas, hecho doloroso que como madre y fundadora jamás olvidaría. En una de sus cartas había dicho: «Sacrifíquense por amor del Señor, sean grano fecundo en el suelo». Ellas lo hicieron derramando su sangre por Cristo. Ana María atendió a todas con sus constantes viajes; abrió 18 casas. En las cartas que les dirigía vertía su experiencia mística. Les animaba diciéndoles: «Detrás de una dura prueba, tu Dios te espera con una felicidad mucho mayor». «Mírate de frente... no te asustes en las dificultades, pide ayuda y mantente dócil a quienes te pueden guiar. Mira a la Virgen, pídele que te ilumine y ayude». «¡Queridísima mía! Sí, te lo repito: sé buena y reza mucho. Los ídolos de este mundo no merecen tu corazón». «La vida es breve y, si no damos ahora nuestro corazón a Dios, ¿cuándo se lo daremos? Ofréceselo y dile que lo transforme». «Si obras con la mente concentrada en tu Dios y en el trabajo, no te detendrás en tantas pequeñeces; tendrás serena la conciencia y el corazón alegre ». «Si haces todo amando, nada te será demasiado pesado. Si con alegría tomas tu cruz, te encontrarás feliz, no sentirás su peso y no la cargarás sobre los otros».
«No dejes pasar un día sin tener un encuentro fuerte con Dios en la oración; de Él recibirás el coraje de amar sincera y generosamente, de lo contrario te sofocaría el egoísmo», etc. Indudablemente, eran reflexiones pasadas por la oración, concebidas para auxiliar a cada una según su particularidad.
En 1904 se hallaba en Montevideo en una de las visitas apostólicas que realizaba a sus fundaciones. Ya llevaba más de un año allí, aunque la previsión inicial para su estancia había sido de algunas semanas. Fue el lugar donde entregó su alma a Dios el 6 de agosto de ese año a causa de un cáncer. Con su vida cumplió lo que había expresado en una carta: «Queridas hijas procuremos hacer un poco de bien, recemos mucho, soportemos con paciencia las dificultades de la vida presente, a fin de que un día podamos alcanzar en el cielo a nuestras queridas mártires». Su cuerpo fue sepultado en el cementerio de La Teja, donde desarrollaba su misión, dando respuesta al deseo que consignó en su testamento: «Mi cuerpo sea sepultado en medio de mis queridos pobres» .

 

 

06/08/2017-19:22
Isabel Orellana Vilches

San Cayetano de Thiene, 7 de agosto

«Este aristócrata, doctor en derecho civil y canónico, conocido como el santo de la providencia, es el fundador de los teatinos y del hospital de incurables. Es patrono de los desempleados»

Firmaba sus cartas con un «Cayetano, miserable sacerdote»; tal era el aprecio que por sí mismo sentía. Pertenecía a la aristocracia. Último de los hijos del conde Gaspar de Thiene y de María di Porto, procedía de una noble familia de Vicenza y allí nació en 1480. Le impusieron el nombre de Cayetano en honor de un tío canónigo y profesor de derecho de la universidad de Padua que había fallecido. El santo seguiría sus pasos a nivel académico. Cuando su padre murió en Velletri hallándose en la guerra, seguramente a causa de la malaria, tenía 2 años. La madre, una admirable mujer que era terciaria dominica, fue un ejemplo de piedad para él y sus dos hermanos, que crecieron en un ambiente impregnado de valores esenciales para la vida. Al trasladarse a la universidad de Padua para estudiar ya tenía el hábito de ejercitarse en la oración. Era muy inteligente, y en 1504 obtuvo el doble doctorado en derecho civil y canónico. Sus breves estancias en las posesiones que su familia tenía en Rampazzo dieron sus frutos. Instruyó espiritualmente a los campesinos, y erigió junto a un hermano una capilla dedicada a santa María Magdalena.
Su madre deseaba que tuviera cierta relevancia entre los suyos porque ya habría visto en él a un hombre de gran valía. Pero Cayetano se limitó a ayudarles sin tomar sobre sus hombros otra carga y partió a Vicenza como senador, aunque tenía los ojos puestos en el sacerdocio. Con el firme convencimiento de que estaba destinado por Dios a realizar una gran misión, en 1506 se fue a Roma. La ciudad en esa época no era precisamente recomendable para la juventud. Sin embargo no apagó su vocación. El papa Julio II lo nombró protonotario. A la muerte de éste, acaecida en 1513, vio la oportunidad de centrarse en su formación para recibir el sacramento del orden. Hacia 1516 fundó el oratorio del Amor Divino y junto a presbíteros y laicos, que perseguían la santidad y la evangelización, trabajó por los enfermos. Espiritualmente tenían como base la oración y recepción de los sacramentos. Al año siguiente fue ordenado sacerdote, a sus 33 años, en medio de su personal conmoción por sentirse indigno de esa gracia. En la primera misa que ofició en la basílica de Santa María la Mayor el 6 de enero de 1517 tuvo una visión. En ella la Virgen, que portaba al Niño Jesús, lo puso en sus brazos. Fue destinado a la parroquia de Santa María de Malo, y tuteló los santuarios que jalonaban el monte Soratte.
En 1518 regresó a Vicenza para auxiliar a su madre, ya muy enferma. En la ciudad se hallaba el oratorio de San Jerónimo que incluía entre sus fines la atención a los pobres, con la riqueza añadida de la presencia de laicos, y a él se vinculó Cayetano. Su decisión no fue bien acogida en su entorno. No entendían cómo alguien de su alta posición social podía enrolarse en tal aventura. Pero esa llama del amor, tantas veces incomprendida, era la que alumbraba su vida porque él no perseguía honores ni glorias, aunque bien pudo tenerlos. Le guiaba esta religiosa convicción, compartida con otros compañeros: «En el oratorio rendimos a Dios el homenaje de la adoración, en el hospital le encontramos personalmente». Abrió otro Oratorio en Verona, y en 1520 María Porto murió. Ese año se trasladó a Venecia, por sugerencia de su confesor, el dominico Juan Bautista de Crema, donde fundó el hospital de incurables. Además de servir a los pobres, buscó expresamente a los que sufrían gravísimas afecciones, enfermos ante cuya presencia muchos hubieran huido por su carácter repulsivo; les ayudaba económicamente. En el transcurso de los tres años de permanencia introdujo la bendición con el Santísimo Sacramento. En una época en la que no era usual recibir con frecuencia la Eucaristía, se empeñó en que valorasen tan inmenso don y se beneficiaran de él. Decía: «No estaré satisfecho sino hasta que vea a los cristianos acercarse al banquete celestial con sencillez de niños hambrientos y gozosos, y no llenos de miedo y falsa vergüenza».
A punto de que se fraguara el sueño de aportar a la reforma eclesial la figura del clérigo regular por considerar el importante papel del sacerdote, escribió a sus familiares: «Desde hace un tiempo, Cristo me llama e invita por su bondad a tener parte en su reino. Y me hace ver mas claro cada día que no se puede servir a dos señores, al mundo y a Cristo. Veo a Cristo pobre, y a mí, rico; a Él escarnecido y a mí agasajado; a Él en sufrimiento y a mí en delicias. Me muero de ganas de caminar algún paso a su encuentro». De lo más íntimo de su ser surgía una insistente plegaria: que Dios le concediese la gracia de hallar tres o cuatro personas dispuestas a vivir la radicalidad evangélica para introducir la reforma que precisaba la Iglesia en esos momentos. Y recibió la respuesta en las personas de Caraffa (luego pontífice Pablo IV), Bonifacio da Colle y Pablo Consiglieri. Fueron los primeros integrantes de su fundación nacida con el espíritu evangélico: «buscad ante todo el Reino de Dios y su justicia. Lo demás se os dará por añadidura». Aprobada por Clemente VII en 1524, tuvo en Caraffa su primer general.
En 1527 la casa fue arrasada por las tropas de Carlos V, y ellos detenidos y torturados en la Torre del Reloj. Después de ser liberados por un soldado español que se apiadó de ellos, fueron enviados a Venecia. En 1530 Cayetano fue elegido general, hasta que tres años más tarde, Caraffa de nuevo superior suyo, lo envió a Verona, donde sufrió la oposición de gran parte del clero y fieles. De allí se trasladó a Nápoles en 1533 y fundó otra casa. Su caridad, su fervor y ardor apostólico sellados por su devoción a María obraban incontables conversiones. Fundó los Montes de Piedad para ayuda a los pobres, creó hospicios y abrió hospitales. Fue agraciado con el don de milagros. Murió en Nápoles el 7 de agosto de 1547 y ese mismo día cesó la guerra desatada en la ciudad. Urbano VIII lo beatificó el 8 de octubre de 1629. Clemente X lo canonizó el 12 de abril de 1671.

 

 

05/08/2017-18:57
Enrique Díaz Díaz

La Transfiguración del Señor

“Que contemplar a Cristo Transfigurado nos llene de esperanza y nos impulse a descubrir su rostro en los hermanos.”

Daniel 7,9-10. 13-14: “Su vestido era blanco como la nieve”
Salmo 96: “Reina el Señor, alégrese la tierra”
2 Pedro 1,16-19: “Nosotros escuchamos esta voz venida del cielo”
San Mateo 17,1-9: “Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto”

Hace algunos días, pedí a niños pequeñitos de una comunidad que iluminaran con colores algunas láminas bíblicas. Pusimos a su disposición una variedad grande de lápices. Algunos de ellos casi no tienen costumbre de usar los colores y les resulta difícil combinarlos. Cada quien con más entusiasmo que pericia, con más rapidez que cuidado, empezó la tarea de rellenar los dibujos. Uno de ellos tomó un color muy oscuro y empezó a rellenar el rostro de Jesús. Cuando terminó era imposible reconocer entre los rayones el rostro del maestro sentado en medio de sus discípulos. Él lo hacía en su ingenuidad y con orgullo mostraba su trabajo. Y me hizo reflexionar cómo nosotros, borramos y oscurecemos el rostro de Jesús cuando por nuestras ambiciones y egoísmos lo cubrimos con los colores que nos proporciona nuestro capricho.
La Trasfiguración es todo lo contrario: manifestar el verdadero rostro de Jesús para que sus discípulos que lo verán velado por el dolor y la cruz, no se olviden de ese rostro resplandeciente. Es difícil reconocer el rostro de Jesús en muchas ocasiones, pero al mismo tiempo que ese rostro resplandeciente se nos manifiesta nos recuerda que sigue presente en el rostro de todos y cada uno de los hermanos. Los rostros de los campesinos desilusionados con sus labores que no son reconocidas en su justo valor; los rostros de las mujeres despreciadas, abusadas y violentadas; los rostros de los niños que miran con incertidumbre el futuro; los rostros cansinos de los adolescentes con sus ilusiones muertas antes de tiempo; los rostros de miles de obreros que han perdido la esperanza; los rostros de las familias destrozadas por la migración y los egoísmos; en fin miles de rostros que hoy nos hacen presente el rostro de Jesús.
Transfigurarse, transformarse... es el reto de este día. Contemplemos a Jesús acercándose a la hora final. Buscando descubrir el sentido de la cruz, queriendo dar a conocer a sus discípulos el camino de la salvación, un camino que no sigue la senda de los triunfos mundanos, un camino que se aleja del poder y de los lugares de opresión, un camino que se sustenta en el servicio, en la entrega, en una palabra: en la cruz. ¿Dónde encontrar fuerzas para seguir ese camino? Los discípulos no acaban de entender la gran misión que tienen, mucho menos pueden entender que Cristo les empiece a hablar de sacrificios, de sufrimiento y de muerte. Para alentarlos, Cristo toma a tres de ellos, los lleva aparte y sube al monte con ellos. Entonces se transfigura en su presencia. Vestidura blanca, rostro resplandeciente y Moisés y Elías conversando con Él. Todo tiene su gran símbolo y para los discípulos es una belleza que nunca podrían imaginar. Además los dos grandes “personajes” del pueblo de Israel vienen a dar testimonio de Jesús. Por eso Pedro puede exclamar: “Maestro, sería bueno que nos quedáramos aquí” y propone hacer tres tiendas, olvidándose por completo de hacer una para ellos.
Pero falta lo mejor: la voz del Padre que dice: “Éste es mi Hijo, muy amado... escúchenlo”. Así a los testimonios del resplandor y de los personajes se añade la voz del Padre, pero con una clara indicación, escuchar a Jesús. Es la clave para superar las dificultades en su seguimiento, es la fortaleza para continuar en su camino. La transfiguración da aliento a los apóstoles para poder seguir a Jesús. También nosotros debemos mirar a Jesús y escuchar su palabra. Si lo contemplamos en lo que hace, en lo que dice, en su muerte, pero sobre todo en su resurrección, encontraremos motivos de esperanza para continuar en el camino. La contemplación de Jesús nos debe alentar y abrir los ojos para poder también nosotros transformarnos y transformar nuestro mundo. Pero no podemos quedarnos en contemplación. Jesús baja con sus discípulos del monte y les habla de su muerte y resurrección. Que también nosotros, junto con Cristo caminemos en la vida diaria hacia la muerte y resurrección del Señor.
En el dolor del camino, en la oscuridad de cada día, tenemos ahora una luz que nos señala el sendero y nos abre nuevos horizontes. La manifestación del rostro de Jesús en este día nos dé valor para descubrirlo, limpiarlo y tratarlo con dignidad en los rostros deformados de los despreciados y descartados. El rostro resplandeciente nos ayude a llenar de luz, la oscuridad de nuestros caminos. El rostro en comunión con la ley y los profetas, nos aliente en nuestra búsqueda de verdadera justicia. Que la Palabra del Padre que resuena en este acontecimiento, nos lleve a descubrir y a escuchar a Jesús en cada uno de los rostros de nuestros hermanos.
Hoy, nos acercamos también hasta la montaña, hoy nos dejamos seducir por la belleza y el esplendor de Jesús, no para vivir en el embelesamiento y la nostalgia de un cielo, sino para descubrir el camino hacia donde nos dirigimos. También para nosotros es la voz y nosotros queremos acogerla y hacerla realidad: mirar a Jesús como el Hijo de Dios, escuchar su palabra e imitar su ejemplo. No somos errantes fugitivos que no conocemos nuestro destino final, no aceptamos el dolor y el reto que nos impone la vida, confiando en nuestras propias fuerzas. Sabemos hacia dónde nos dirigimos y hoy lo tenemos a la vista. Jesús es nuestro camino, es nuestra luz y también se hace compañero nuestro en la senda de la vida.
Padre Bueno, que nos pides escuchar a tu amado Hijo, despiértanos de nuestras indiferencias y purifica nuestros ojos para que al contemplar a Cristo glorioso, podamos descubrir su rostro en cada uno de nuestros hermanos. Amén