- El Concilio Vaticano II: un afluente, no el río.
En estas meditaciones de cuaresma querría proseguir en las
reflexiones sobre otros grandes documentos del VaticanoII, después
de haber meditado en Adviento, sobre la Lumen Gentium. Creo
entretanto que sea útil hacer una premisa. El Vaticano II es un
afluente y no el río. En su famosa obra sobre “El desarrollo de la
doctrina cristiana”, el beato cardenal Newman ha afirmado con fuerza
que detener la tradición en un punto de su curso, incluso si fuera
un concilio ecuménico, sería volver muerta una tradición y no “una
tradición viviente”. La tradición es como una música. ¿Qué sería de
una melodía si se detuviera en una nota, repitiéndola hasta el
infinito? Sucede con un disco que se arruina y sabemos que efecto
produce.
San Juan XXIII quería que el concilio fuera para la Iglesia como
“una nueva Pentecostés”. En un punto al menos esta oración ha sido
escuchada. Después del concilio hubo un despertar del Espíritu
Santo. Este no es más “el desconocido” en la Trinidad. La Iglesia ha
tomado una conciencia más clara de su presencia y de su acción. En
la homilía de la misa crismal del Jueves Santo de 2012, Benedicto
XVI afirmaba:
“Quien mira a la historia de la época post conciliar puede
reconocer la dinámica de la verdadera renovación, que frecuentemente
ha asumido formas inesperadas en movimientos llenos de vida y que
vuelve casi tangible la vivacidad de la santa Iglesia, la presencia
y la acción eficaz del Espíritu Santo”.
Esto no significa que podemos descuidar los textos del concilio o
ir más allá de esos; sino que significa releer el Concilio a la luz
de sus mismos frutos. Que los concilios ecuménicos puedan tener
efectos no entendidos en el momento por quienes tomaron parte, es
una verdad señalada por el mismo cardenal Newman a propósito del
Vaticano I[1],
pero testimoniada diversas veces durante la historia. El concilio
ecuménico de Éfeso del 431, con la definición de María como
Theotokos, Madre de Dios, se proponía afirmar la unidad de la
persona de Cristo, no de incrementar el culto a la Virgen, pero de
hecho su fruto más evidente fue justamente este último.
Si hay un campo en el cual la teología y la vida de la Iglesia
católica se ha enriquecido en estos 50 años del post-concilio, sin
dudas es el relativo al Espíritu Santo. En todas las principales
denominaciones cristianas se ha afirmado en los últimos tiempos
aquella que, con una expresión cuñada por Karl Barth, es definida
“la Teología del tercer artículo”. La teología del tercer artículo
es aquella que no termina con el artículo sobre el Espíritu Santo
pero comienza con esto; que toma en cuenta el orden según el cual se
formó la fe cristiana y su credo, y no solamente su producto final.
Fue de hecho a la luz del Espíritu Santo que los apóstoles
descubrieron quien era verdaderamente Jesús y su revelación sobre el
Padre.
El credo actual de la Iglesia es perfecto y nadie se sueña de
cambiarlo, pero refleja el producto final, la última etapa alcanzada
por la fe, no el camino a través el cual se llega a eso, mientras
que teniendo en vista a una renovada evangelización, es vital para
nosotros conocer también el camino hacia el cual se llega a la fe,
no solo su codificación definitiva que proclamamos de memoria en el
Credo.
Bajo esta luz aparecen claramente las implicaciones de ciertas
afirmaciones del concilio, pero aparecen también algunos vacíos y
lagunas que es necesario llenar, en particular justamente a
propósito del rol del Espíritu Santo. San Juan Pablo II ya había
tomado en cuenta esta necesidad, cuando en ocasión del XVI
centenario del concilio ecuménico de Constantinópolis, en 1981,
escribía en su Carta Apostólica la siguiente afirmación:
“Toda la obra de renovación de la Iglesia, que el Concilio
Vaticano II ha así providencialmente propuesto e iniciado (…) no
puede realizarse si no en el Espíritu Santo, o sea con la ayuda de
su luz y de su potencia” [2].
- El lugar del Espíritu Santo en la liturgia
Esta premisa general se revela particularmente útil al abordar el
tema de la liturgia, la Sacrosanctum concilium. El texto nace de la
necesidad, advertida desde hace tiempo y desde diversas partes, de
una renovación de las formas y de los ritos de la liturgia católica.
Desde este punto de vista, sus frutos han sido tantos, y muy
benéficos para la Iglesia. Se advertía menos en ese momento, la
necesidad de detenerse en lo que, después de Romano Guardini, se
suele llamar “el espíritu de la liturgia”[3] y
que, en el sentido que ahora explicaré, yo la llamaría más bien “la
liturgia del Espíritu” (¡Espíritu con mayúscula!).
Fieles en la intención declarada en estas nuestras meditaciones,
de valorizar algunos aspectos más espirituales e interiores de los
textos conciliares, es justamente sobre este punto que querría
reflexionar. La SC dedica a esto solamente un breve texto inicial,
fruto del debate que antecedió a la redacción final de la
constitución [4]:
“Para cumplir esta obra así grande, con la cual se da a Dios una
gloria perfecta y los hombres son santificados, Cristo asocia
siempre a sí la Iglesia, su esposa muy amada, la cual invoca como a
su Señor y por medio él vuelve el culto al eterno Padre”. Justamente
por esto la liturgia es considerada como el ejercicio de la función
sacerdotal de Jesucristo. En ella la santificación del hombre está
simbolizada por medio de signos sensibles y realizada de manera
propia en cada uno de esos; en ella el culto público integral está
ejercitado por el cuerpo místico de Jesucristo, o sea por la cabeza
y sus miembros. Por lo tanto cada celebración litúrgica, en cuanto
obra de Cristo sacerdote y de su cuerpo, que es la Iglesia, es
acción sagrada por excelencia, y ninguna otra acción de la Iglesia
se iguala en eficacia y con el mismo título y mismo grado” [5].
Es en los sujetos, o en los ‘actores’, de la liturgia que hoy
estamos en grado de notar una laguna en esta descripción. Los
protagonistas aquí puestos en luz son dos: Cristo y la Iglesia.
Falta una mención al lugar del Espíritu Santo. También en el resto
de la constitución, el Espíritu Santo no es nunca objeto de una
mención directa, solamente nominado aquí y allí, y siempre
‘oblicuamente’.
El Apocalipsis nos indica el orden y el número completo de los
actores litúrgicos cuando resume el culto cristiano en la frase: “
¡El Espíritu y la Esposa dicen (a Cristo Señor), Ven!”. (Ap 22,17).
Pero Jesús ya había expresado de manera perfecta la naturaleza y la
novedad del culto de la Nueva Alianza en el diálogo con la
Samaritana: “Viene la hora -y es esta- en la cual los verdaderos
adoradores adorarán el Padre en Espíritu y Verdad” (Gv 4, 23).
La expresión “Espíritu y Verdad”, a la luz del vocabulario de
Juan, puede significar solamente dos cosas: o “el Espíritu de
verdad”, o sea el Espíritu Santo (Gv 14,17; 16,13), o el Espíritu de
Cristo que es la verdad (Gv 14,6). Una cosa es cierta: esa no tiene
nada que ver con la explicación subjetiva, que le gusta a los
idealistas y a los románticos, según los cuales el “espíritu y
verdad”, indicaría la interioridad escondida del hombre, en
oposición a cada culto externo y visible. No se trata solamente del
paso de lo exterior al interior, sino del paso de lo humano a lo
divino.
Si la liturgia cristiana “es el ejercicio de la función
sacerdotal de Jesucristo”, el camino mejor para descubrir su
naturaleza es ver como Jesús ejercitó su función sacerdotal en su
vida y en la muerte. La tarea del sacerdote es ofrecer “oración y
sacrificios” a Dios (cf. Ebr 5,1; 8,3). Ahora sabemos que era el
Espíritu Santo que ponía en el corazón del Verbo hecho carne el
grito ‘Abba’ que encierra cada oración. Lucas lo indica
explícitamente cuando escribe: “En aquella misma hora Jesús exultó
de alegría en el Espíritu Santo y dijo: Te doy alabanza oh Padre,
Señor del cielo y de la tierra…”(cf. Lc 10, 21).
La misma ofrenda de su cuerpo en sacrificio sobre la cruz, fue,
según la Carta a los Hebreos, “en un Espíritu eterno” (Ebr 9,14), o
sea por un impulso del Espíritu Santo.
San Basilio tiene un texto iluminador:
“El camino del conocimiento de Dios procede del único Espíritu, a
través el único Hijo, hasta el único Padre; inversamente la bondad
natural, la santificación según la naturaleza, la dignidad real se
difunden desde el Padre, por medio del Unigénito, hasta el
Espíritu” [6].
En otras palabras, el orden de la creación, o de la salida de las
criaturas de Dios, parte desde el Padre, pasa a través del Hijo y
llega a nosotros en el Espíritu Santo. El orden del conocimiento o
de nuestro regreso a Dios, del cual la liturgia es la expresión más
alta, sigue el camino inverso: parte desde el Espíritu, pasa a
través del Hijo y termina en el Padre. Esta visión descendiente y
ascendiente de la misión del Espíritu Santo está presente también en
el mundo latino. El beato Isaac della Stella (siglo XII) la expresa
en términos muy cercanos a los de Basilio.
“Así como las cosas divinas bajan hacia nosotros desde el Padre
por medio del Hijo y en el Espíritu Santo, así las cosas humanas
ascienden al Padre a través del Hijo, en el Espíritu Santo” [7].
No se trata por así decir, de apostar por una u otra de las tres
personas de la Trinidad, sino de salvaguardar el dinamismo
trinitario de la liturgia. El silencio sobre el Espíritu Santo
atenúa inevitablemente el carácter trinitario de la liturgia. Por
esto me parece oportuno la llamada de atención que san Juan Pablo II
hacía en la Novo millennio ineunte:
“Realizada en nosotros por el Espíritu Santo, nos abre, por
Cristo y en Cristo, a la contemplación del rostro del Padre.
Aprender esta lógica trinitaria de la oración cristiana, viviéndola
plenamente ante todo en la liturgia, cumbre y fuente de la vida
eclesial,17 pero también de la experiencia personal, es el secreto
de un cristianismo realmente vital, que no tiene motivos para temer
el futuro, porque vuelve continuamente a las fuentes y se regenera
en ellas” [8].
- La adoración “en el Espíritu”
Tratemos de tomar, a partir de estas premisas, alguna indicación
práctica para nuestra forma de vivir la liturgia y hacer que se
lleve a cabo una de sus tareas primarias que es la santificación de
las almas. El Espíritu no autoriza inventar nuevas y arbitrarias
formas de liturgia o modificar por propia iniciativa las existentes
(tarea que corresponde a la jerarquía). Él es el único que renueva y
da la vida a todas las expresiones de la liturgia. En otras
palabras, el Espíritu no hace cosas nuevas, ¡hace nuevas las cosas!
El dicho de Jesús repetido por Pablo: “Es el Espíritu que da la
vida” (Jn 6, 63; 2 Cor 3, 6) se aplica en primer lugar a la
liturgia.
El apóstol exhortaba a sus fieles a rezar “en el Espíritu” (Ef.
6,18; cf. también Judas 20). ¿Qué significa rezar en el Espíritu?
Significa permitir a Jesús continuar ejercitando el propio oficio
sacerdotal en su cuerpo que es la Iglesia. La oración cristiana se
convierte en prolongación en el cuerpo de la oración de la cabeza.
Es conocida la afirmación de san Agustín:
“El Señor nuestro Jesucristo, Hijo de Dios es quien que reza por
nosotros, que reza en nosotros y que es rezado por nosotros. Reza
por nosotros como nuestro sacerdote, reza en nosotros como nuestra
cabeza, es rezado por nosotros como nuestro Dios. Reconocemos por
tanto en él nuestra voz, y en nosotros su voz” [9].
Es esta luz, la liturgia nos aparece como el “opus Dei”, la “obra
de Dios”, no solo porque tiene Dios por objeto, sino también porque
tiene a Dios como sujeto; Dios no solo està rezado por nosotros,
sino que reza en nosotros. El mismo grito ¡Abbà! que el Espíritu,
viniendo a nosotros, dirige al Padre (Gal 4, 6; Rom 8, 15) demuestra
que quien reza en nosotros, a través del Espíritu, es Jesús, el Hijo
único de Dios. Por sí mismo, de hecho, el Espíritu Santo no podría
dirigirse a Dios, llamándolo Abbà, Padre, porque él no es
engendrado, sino que solamente “procede” del Padre. Si lo puede
hacer, es porque es el Espíritu de Cristo quien continúan en
nosotros su oración filial.
Es sobre todo cuando la oración se hace fatiga y lucha que se
descubre toda la importancia del Espíritu Santo para nuestra vida de
oración. El Espíritu se convierte, entonces, en la fuerza de nuestra
oración “débil” (Rom 8, 26), en la luz de nuestra oración apagada;
en una palabra, el alma de nuestra oración. Realmente, él “riega lo
que está seco”, como decimos en la secuencia en su honor.
Todo esto sucede por la fe. Basta que yo diga o piense: “Padre,
tú me has donado el Espíritu de Jesús; formando, por eso, “un solo
Espíritu”, con Jesús, yo recito este salmo, celebro esta santa misa,
o estoy simplemente en silencio, aquí en tu presencia. Quiero darte
esa gloria y esa alegría que te daría Jesús, si fuera él quien te
rezara todavía desde la tierra”.
El Espíritu Santo vivifica de forma particular la oración de
adoración que es el corazón de toda oración litúrgica. Su
peculiaridad deriva del hecho que es el único sentimiento que
podemos nutrir solo y exclusivamente hacia las personas divinas. Es
lo que distingue el culto de latría, del de dulía reservado a los
santos y de hiperdulía reservado a la Santa Virgen. Nosotros
veneramos a la Virgen, no la adoramos, contrariamente a lo que
algunos piensan de los católicos.
La adoración cristiana es también la trinitaria. Lo es en su
desarrollarse, porque es adoración dirigida “al Padre, por medio del
Hijo, en el Espíritu Santo” y lo es en su término, porque es
adoración hecha, juntos “al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo”.
En la espiritualidad occidental, quien ha desarrollado más a
fondo el tema de la adoración ha sido el cardenal Pierre de Bérulle
(1575-1629). Para él, Cristo es el perfecto adorador del Padre, a
quien es necesario unirse para adorar a Dios con una adoración de
valor infinito[10].
Escribe:
“De toda la eternidad, había un Dios infinitamente adorable, pero
no había aún un adorador infinito; […] Tu eres ahora, oh Jesús, este
adorador, este hombre, este servidor infinito por potencia, cualidad
y dignidad, para satisfacer plenamente este deber y hacer este
homenaje divino” [11].
Si hay una laguna en esta visión que también ha dado a la Iglesia
frutos bellísimo y ha plasmado la espiritualidad francesa por varios
siglos, esta es la misma que hemos destacado en la constitución del
Vaticano II: la insuficiente atención acordada al rol del Espíritu
Santo. Del Verbo encarnado, el discurso de Bérulle pasa a la “corte
real” que lo sigue y lo acompaña: la Santa Virgen, Juan Bautista,
los apóstoles, los santos; falta el reconocimiento del rol esencial
del Espíritu Santo.
En cada movimiento de regreso a Dios, nos ha recordado san
Basilio, todo parte del Espíritu, pasa a través del Hijo y termina
en el Padre. Por tanto, no basta con recordar de vez en cuando que
también existe el Espíritu Santo; es necesario reconocer su papel de
eslabón esencial, tanto en el camino de salida de las criaturas de
Dios como en el de regreso de las criaturas a Dios. El abismo
existente entre nosotros y el Jesús de la historia está colmado por
el Espíritu Santo. Sin él, todo en la liturgia no es más que la
memoria; con él, todo es también presencia.
En el libro del Éxodo, leemos que, en el Sinaí, Dios indicó a
Moisés una cavidad en la roca, oculto dentro de ella habría podido
contemplar su gloria sin morir (cf. Ex 33, 21). Al comentar este
pasaje, el mismo san Basilio escribe:
“¿Cuál es hoy, para nosotros los cristianos, esa cavidad, ese
lugar en el que podemos refugiarnos para contemplar y adorar a Dios?
¡Es el Espíritu Santo! ¿De quien lo sabemos? Por el mismo Jesús que
dijo: ¡Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en Espíritu y
verdad!” [12].
¡Qué perspectivas, qué belleza, qué poder, qué atracción confiere
todo esto al ideal de adoración cristiano! ¿Quién no siente la
necesidad de ocultarse de vez en cuando, en el vórtice giratorio del
mundo, en aquella cavidad espiritual para contemplar a Dios y
adorarlo como Moisés?
- La oración de intercesión
Junto a la adoración, un componente esencial de la oración
litúrgica es la intercesión. En toda su oración, la Iglesia no hace
más que interceder: por ella y por el mundo, por los justos y por
los pecadores, por los vivos y por los muertos. También esta es una
oración que el Espíritu Santo quiere animar y confirmar. De él, san
Pablo escribe:
“El Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues qué hemos de
pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede
por nosotros con gemidos indecibles. Mas el que escudriña los
corazones sabe cuál es la intención del Espíritu, porque conforme a
la voluntad de Dios intercede por los santos” (Rm 8, 26-27).
El Espíritu Santo intercede por nosotros y nos enseña a
interceder, a su vez, por los demás. Hacer una oración de
intercesión significa unirse, en la fe, a Cristo resucitado que vive
en un constante estado de intercesión por el mundo (cf. Rm 8, 34; Hb
7, 25; 1 Jn 2, 1). En la gran oración con la que concluyó su vida
terrena, Jesús nos ofrece el ejemplo más sublime de intercesión:
“Ruego por ellos, por los que me has dado. […] Guárdalos en tu
nombre. No te ruego que los saques del mundo, sino que los guardes
del maligno. Santifícalos en la verdad. […] No ruego sólo por éstos,
sino también por los que han de creer en mí…”(cf. Jn 17, 9 ss).
Del Siervo sufriente se dice, en Isaías, que Dios le premia con
las multitudes “porque cargó con los pecados de muchos e intercedió
por los transgresores” (Is 53, 12): Esta profecía ha encontrado su
perfecto cumplimiento en Jesús, que, en la cruz, intercede por sus
crucifixores (cf. Lc 23, 34).
La eficacia de la oración de intercesión no depende de
“multiplicar las palabras” (cf. Mt 6, 7), sino del grado de unión
que se puede lograr con las disposiciones filiales de Cristo. Más
que palabras de intercesión, se debe, en todo caso, multiplicar los
intercesores, es decir, invocar la ayuda de María y de los santos.
En la fiesta de Todos los Santos, la Iglesia pide a Dios ser
escuchada “por la abundancia de los intercesores” (“multiplicatis
intercessoribus”).
Se multiplican los intercesores también cuando oramos los unos
por los otros. San Ambrosio dice:
“Si sólo ruegas por ti, también tú serás el único que suplica por
ti. Y, si todos ruegan solamente por sí mismos, la gracia que
obtendrá el pecador será, sin duda, menor que la que obtendría del
conjunto de los que interceden si éstos fueran muchos. Pero, si
todos ruegan por todos, habrá que decir también que todos ruegan por
ti, porque incluido entre todos aquellos ” [13].
La oración de intercesión es tan agradable a Dios, porque es la
más libre de egoísmo, refleja más de cerca la gratuidad divina y
concuerda con la voluntad de Dios, que quiere que “todos los hombres
se salven” (cf. 1 Tim 2, 4). Dios es como un padre compasivo que
tiene el deber de castigar, pero que busca todas las excusas
posibles para no tener que hacerlo y es feliz, en su corazón, cuando
los hermanos del culpable lo retienen de hacerlo.
Si faltan estos brazos fraternales extendidos hacia él, se queja
en la Escritura: “Y vio que no había hombre, y se maravilló que no
hubiera quien se interpusiese” (Is 59, 16). Ezequiel nos transmite
este lamento de Dios: “Y busqué entre ellos hombre que hiciese
vallado y que se pusiese en la brecha delante de mí, a favor de la
tierra, para que yo no la destruyese; y no lo hallé” (Ez 22, 30).
La palabra de Dios resalta el extraordinario poder que tiene
junto a Dios, por su misma disposición, la oración de quienes ha
puesto a la guía de su pueblo. Se dice en un salmo que Dios había
decidido exterminar a su pueblo debido al ternero de oro, “si Moises
no hubiera estado en la brecha, delante de Él para desviar su
cólera”. (cf Sal 106, 23).
A los pastores y a las guías espirituales yo oso decir: cuando en
la oración escuchan que Dios está airado con el pueblo que les ha
sido confiado, ¡no se alineen en seguida con Dios, sino con el
pueblo! Así hizo Moisés, hasta protestar de querer ser expulsado él
mismo, con ellos, del libro de la vida. (cf Es 32, 32), y la Biblia
hace entender que esto era exactamente lo que Dios deseaba, porque
Èl “abandonó el propósito de castigar a su pueblo”.
Cuando se está delante del pueblo, entonces tenemos que dar
razón, con toda la fuerza, a Dios. Peró Moisés cuando poco después
se encontró delante del pueblo, entonces se encendió su ira: rompió
el ternero de oro, desparramó el polvo en el agua y le hizo tragar
el agua a la gente (cf Es 32, 19 ss). Solamente quien defendió al
pueblo delante de Dios y llevó el peso de su pecado, tiene el
derecho -y tendrá el coraje- después, de gritar contra eso, en
defensa de Dios, como hizo Moisés.
Terminamos proclamando juntos el texto que refleja mejor el lugar
del Espíritu Santo y la orientación trinitaria de la liturgia, o sea
la dosología final del canon romano: “Por Cristo, con Cristo y en
Cristo, a ti Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu
Santo, cada honor y cada gloria por los siglos de los siglos, Amén”.
[1] Cf. I. Ker, Newman, the Councils, and Vatican II,
in “Communio”. International Catholic Review, 2001, pp. 708-728.
[2] Juan Pablo II, Carta apostolica A Concilio
Constantinopolitano I, 25 marzo 1981, in AAS 73 (1981) 515-527.
[3] R.Guardini, Vom Geist del Liturgie, 23 ed.,
Grünewald 2013; J. Ratzinger, Der Geist del Liturgie,
Herder, Freiburg, i.b., 2000.
[4]Storia del Concilio Vaticano II, a cura di G.
Alberigo, Bologna 1999, III, p 245 s.
[5] SC, 7.
[6] S. Basilio di Cesarea, De Spiritu Sancto XVIII,
47 (PG 32 , 153).
[7] B. Isacco della Stella, De anima (PL 194, 1888).
[8] NMI, 32.
[9] Augustin, Enarrationes in Psalmos 85, 1: CCL 39,
p. 1176.
[10] M. Dupuy, Bérulle, une spiritualité de l’adoration,
Paris 1964.
[10] M. Dupuy, Bérulle, une spiritualité de l’adoration,
Paris 1964. .[11] P.
de Bérulle, Discours de l’Etat et des grandeurs de Jésus (1623),
ed. Paris 1986, Discours II, 12.
[12] S. Basilio, De Spiritu Sancto, XXVI,62 (PG 32,
181 s.).
[13] Ambrosio, De Cain et Abel, I, 39 (CSEL 32, p.
372).
VER
Seguimos con el buen sabor que nos dejó la
reciente visita del Papa Francisco a México, por su presencia
sencilla y cercana, por sus mensajes profundos, por su invitación a
ser una Iglesia no encerrada en la comodidad de su posición y de su
doctrina, sino samaritana con las periferias humanas y
existenciales. Ahora es el tiempo de meditar lo que nos dijo, para
que nos convirtamos a una mayor fidelidad al Evangelio, que es lo
que al Papa interesa. No vino a promoverse a sí mismo, sino a
exigirnos que vivamos más al estilo de Jesús.
Su mensaje en nuestra diócesis nos lleva a
valorar más las culturas aborígenes, e incluso a pedir perdón por
haberles menospreciado tanto.
La simbología del altar es precisamente para
hacer ver que la fe y la Iglesia se encarnan en una cultura
concreta, en un tiempo y en un lugar determinados. Por ello, al
fondo estaba una réplica de nuestra catedral, signo de siglos de
historia evangelizadora. Presidió toda la celebración la imagen de
Jesucristo crucificado, pues el Papa no le quita su lugar a Jesús,
sino que es su representante visible entre nosotros.
El ambón, donde se proclama la Palabra de Dios,
tiene la figura de una mazorca de maíz, el alimento ordinario de
nuestros pueblos, pues la Palabra de Dios es el alimento divino,
hecha historia y cultura.
El altar papal estaba asentado sobre la pirámide
de Palenque, simbolizada en las gradas que ascienden desde la tierra
hasta el altar. La fe cristiana no elimina las raíces de las
culturas, no nos desconecta de la tierra y de la historia, sino que
las plenifica en Cristo, las hace crecer y madurar en El. La
pirámide de Palenque es la expresión de toda una historia maya,
hecha de luchas, guerras y conquistas internas, pero también de
sabiduría, de arquitectura, de astronomía, de religiosidad. La fe no
destruye la historia ni la cultura, sino que la asume, para
transformarla en Cristo.
El altar también evoca las cascadas de Agua Azul,
expresión de vida, belleza, armonía y exuberancia de nuestra selva.
Desde el altar, Cristo genera agua viva, agua de vida eterna, agua
que da esperanza y sentido a la misma naturaleza. Pusimos las
cascadas y la pirámide no por motivos turísticos, sino porque en
Cristo todo es vida nueva en plenitud. Quien se acerca al altar,
encuentra vida, pero vida enraizada en la historia y en la madre y
hermana tierra.
A los lados del altar, pusimos diversos animales,
como palomas, jaguares, gallos y gallinas, expresión de la
naturaleza con la que convivimos, y que adquiere en Cristo su
significado de vida en abundancia. Además, estaban los tejidos
típicos de Zinacantán, manifestación del trabajo de mujeres
tsotsiles, que les dan vida y orgullo. No son motivos meramente
folclóricos, ni propaganda turística, sino que hay razones bíblicas,
teológicas, litúrgicas y espirituales, que le dan otra dimensión.
Este es Chiapas, que en Cristo adquiere pleno sentido y valor
perenne. Esta es nuestra Iglesia, que se hace autóctona, inculturada,
enraizada en una historia y en una cultura, para que en Cristo
alcance su madurez pascual, para la vida digna de nuestros pueblos.
PENSAR
El Papa Francisco fue muy enfático al invitarnos
a tomar en cuenta nuestras culturas. Empezó su homilía con unas
palabras en tsotsil: Li smantal Kajvaltike toj lek: La ley del
Señor es perfecta del todo.Citó el Popol Vuh, libro sagrado de
los mayas, descubriendo en una de sus frases algo que se ilumina con
la luz de Cristo: “El alba sobrevino sobre las tribus juntas. La
faz de la tierra fue enseguida saneada por el sol”. Este anhelo,
este sueño y este deseo de los antepasados, se cumple en Jesús, como
dijo el Papa: “El alba sobrevino para los pueblos que una y otra
vez han caminado en las distintas tinieblas de la historia. Nuestro
Padre no sólo comparte ese anhelo; Él mismo lo ha estimulado y lo
estimula al regalarnos a su hijo Jesucristo. En Él encontramos la
solidaridad del Padre caminando a nuestro lado. En Él vemos cómo esa
ley perfecta toma carne, toma rostro, toma la historia para
acompañar y sostener a su Pueblo; se hace Camino, se hace Verdad, se
hace Vida, para que las tinieblas no tengan la última palabra y el
alba no deje de venir sobre la vida de sus hijos”.
Y más adelante: “Muchas veces, de modo
sistemático y estructural, vuestros pueblos han sido incomprendidos
y excluidos de la sociedad. Algunos han considerado inferiores sus
valores, sus culturas y sus tradiciones. ¡Perdón!, perdón hermanos.
El mundo de hoy, despojado por la cultura del descarte, los necesita
a ustedes. Los jóvenes de hoy, expuestos a una cultura que intenta
suprimir todas las riquezas, características y diversidades
culturales en pos de un mundo homogéneo, necesitan estos jóvenes que
no se pierda la sabiduría de sus ancianos”.
ACTUAR
Meditemos lo que Dios nos ha expresado por
mediación del Papa, y cambiemos aquellas actitudes que no sean
conformes con el Evangelio.
Los obispos recibieron este jueves en las instalaciones de la
Conferencia Episcopal de Colombia (CEC) en Bogotá, la visita del
presidente de la república, Juan Manuel Santos, quien informó a los
prelados sobre los avances de los diálogos de paz en La Habana.
Al
intervenir en la Asamblea Plenaria, el mandatario pidió a los
obispos “seguir apoyando el proceso desde sus regiones y orar por la
paz de Colombia”.
A modo de entrevista, el presidente Santos, que estaba acompañado
por Manuel José Sepúlveda, expresidente de la Corte Constitucional,
explicó a los miembros de la Conferencia Episcopal cada una de las
fases de dicho proceso.
“Durante esta intervención se abordaron temas como la justicia
transicional, el papel de la jurisdicción especial para la paz, la
seguridad jurídica, las garantías de no repetición, el tribunal para
la paz, entre otros”, señala la CEC en su página web.
“En esta ocasión los obispos tuvieron la oportunidad de
intervenir con preguntas, no sólo sobre el proceso de paz, sino de
varios temas que afectan la realidad social del país como los son el
Quimbo, la educación, la familia, el postconflicto y el ELN”,
concluye la breve nota.
La reunión entre el presidente Juan Manuel Santos y los prelados
colombianos duró cerca de dos horas y fue a puerta cerrada.
Las negociaciones entre la guerrilla de las FARC y el Gobierno
continúan en La Habana, donde las partes buscan garantizar el fin
del conflicto, la reconciliación nacional y la construcción de una
paz estable y duradera para la nación sudamericana.
En varias ocasiones, el papa Francisco invitó a poner fin a más
de medio siglo de violencia en el país, que ha dejado unos 220 mil
muertos, decenas de miles de desaparecidos y más de 7 millones de
víctimas.
En esta línea, el jefe de los negociadores del Gobierno
colombiano en el diálogo de paz con las Fuerzas Armadas
Revolucionarias de Colombia (FARC), Humberto de la Calle, manifestó
recientemente que el Santo Padre jugó un papel significativo en el
acuerdo sobre justicia.
“El Papa jugó un papel muy significativo por la paz e igualmente
significativo será en el futuro. El Papa conversó en dos ocasiones
con el presidente Santos y estuvo enterado, y brindó un gran apoyo
moral al proceso de paz, y un mensaje de búsqueda de la paz con
justicia”, afirmó De la Calle en una rueda de prensa en la Casa de
Nariño.
El alto funcionario dijo además que el Pontífice, “en su
condición de liderazgo y en el mensaje que emite va a continuar
colaborando en el proceso de la paz en Colombia durante su papado, y
tendrá una presencia significativa desde una perspectiva
espiritual”.
Por su parte, el papa Francisco reconoció que intervino
personalmente a favor del compromiso alcanzado por la paz en
Colombia, al concluir su gira por Cuba y Estados Unidos. “Tenemos
que llegar a marzo, al acuerdo definitivo. Queda pendiente que se
desarrolle el acuerdo de la justicia internacional. Yo me quedé
contentísimo y me sentí parte, porque yo siempre quise esto. Hablé
dos veces con el presidente Santos sobre este problema, y la Santa
Sede está muy abierta a ayudar como pueda”, manifestó el Santo Padre
en la rueda de prensa del avión que le llevaba de Estados Unidos a
Roma el pasado mes de septiembre. “Señor, haz que lleguemos a marzo,
que se logre esta bella intención, porque faltan pequeñas cosas pero
la voluntad existe, de ambas partes”, dijo el Pontífice al conocer
la noticia de un posible pacto.
Hace una semana, el propio presidente colombiano anunció en un
acto público que, aunque todavía no se conoce la agenda o las
ciudades a visitar, el papa Francisco viajará al país en el primer
semestre de 2017. También el Santo Padre indicó hace unos días, en
el viaje de ida a Cuba para su encuentro con el patriarca Kirill, que
si el proceso de paz avanza y se firma, irá a Colombia en la primera
mitad de 2017.