La noche del 24 de diciembre de 1940, en el campo de prisioneros de Tréveries, Jean-Paul Sartre se estrenaba como dramaturgo delante de 2000 presos con Barioná, el hijo del trueno.
El beligerante “padre
del existencialismo” elaboró durante 6 semanas el texto con el que
Voz de Papel calificó, tal y como reza la portada de su segunda
edición, a Sartre como “un ateo que presenta mejor que nadie el
Misterio de la Navidad”.
Esta obra, atrevidamente indispensable, cuenta las penurias de
Betshur; una pobre, envejecida y pequeña aldea de Judea. Allí, un
falto de escrúpulos superintendente romano, de nombre Lelius, llega
con pésimas noticias del procurador. Más impuestos para costear la
perenne guerra de Roma contra el mundo. Una vez que Lelius informa a
Barioná, el jefe del pueblo, sobre el aumento de la dote, éste reúne
al consejo de ancianos para determinarles su firme decisión:
“pagaremos el impuesto para que nuestras mujeres no sufran. Pero el
pueblo va a mortajarse con sus propias manos. No haremos más niños.
No queremos perpetrar la vida ni prolongar los sufrimientos de
nuestra raza. No engendraremos más, consumiremos nuestra vida
meditando el mal, la injusticia y el sufrimiento. Dentro de un
cuarto de siglo, los últimos de nosotros estarán muertos. (…) El
viento golpeará las puertas de las casas vacías, nuestras murallas
de tierra se derretirán como la nieve de primavera en las laderas de
las montañas, no quedará nada de nosotros sobre la tierra ni en la
memoria de los hombres” .
En este fragmento, perfectamente identificable con el Sartre de
Las palabras o el desgarrador Orestes de Las Moscas, podemos ver la
tribulación de quien proyecta su vida sobre la nada. El hombre que
se atreve a lanzar su doctrina más funesta a la humanidad: “La
dignidad del hombre está en su desesperanza” .
Sin embargo, hete aquí que tras el juramento que compromete al
pueblo entero irrumpe Sara, esposa de Barioná, anunciando la temible
paradoja del relato. Está embarazada. Barioná, inflexible en su
maldición a toda nueva vida que vuelva a brotar en Bethsur, convence
a todos en esta desesperada huida hacia al precipicio, incluida
Sara, que acepta serle fiel y obediente a su voluntad.
Después pasamos a la trama de los pastores. A lo más iletrados, a los más humildes de corazón, son los primeros a los que les es anunciada la buena nueva. El calor del cielo, el Hijo Unigénito, ha abandonado la bóveda celeste para hacerse niño. “Todo sucio. Extrañado de sufrir y de ignorar. Ahí está. Nuestro soberano ahora es simplemente un niño. Un niño que no sabe hablar (…). En la tierra, por doquier, pululan olores ligeros y les ha llegado a los hombres la hora de la alegría” .
Los pastores, asustados y llenos de gozo, acuden a la pequeña aldea de Bethsur para convocar al pueblo e ir juntos a rendir pleitesía al Mesías. Aparece de nuevo Barioná, que trata de convencerlos de su ingenuidad y lanza su mensaje más osado (y cierto): “Aunque el Eterno me hubiese mostrado su rostro entre las nubes, me negaría a escucharle porque soy libre; y contra un hombre libre, ni el mismo Dios puede nada” .
Cuando el pueblo, una vez más, vuelve a quedar seducido por la oratoria de Barioná, aparecen los Reyes Magos, que desacreditan al jefe del pueblo al venir con sus ropajes y séquitos desde el más lejano oriente a adorar a un niño Dios nacido en un establo.
Es en la figura de Baltasar donde se encarna la esperanza de la
obra. Es el artífice, el que trae palabras de verdad para Barioná.
Sin embargo, Barioná desoirá las palabras de Baltasar y verá como su
pueblo le abandona, desposeyéndolo de toda certeza en el desierto de
su hogar, camino a Belén.
En ese silencio, Barioná toma una terrible determinación.
Barioná, el primer discípulo de Cristo
“¿No es la muerte del Mesías lo que deben adorar? Pues bien, yo adelanto esa muerte treinta y tres años. Y le evito las afrentas ignominiosas de la cruz. ¡Un pequeño cadáver violáceo sobre la paja! ¡Que se arrodillen ante él si así lo desean! Un pequeño cadáver envuelto en pañales. Y se acabaron para siempre esas bonitas prédicas sobre la resignación y el espíritu de sacrificio” .
Llega Barioná frente al establo y tras discutir con el ángel que le da las indicaciones precisas del lugar donde cometer su fechoría, se asoma a la estampa teniendo como reseña principal: “piensa en la mirada de José”.
“No tengo otra cosa que hacer que discutir con los ángeles. [Ahí está. Ése es José, completamente callado y tan enérgico, con su silueta negra y sus ojos claros. ¡Ah! Nunca podría estrangular esta vida joven. Primero no tendría que haberla visto a través de la mirada de su padre]” .
En este pequeño párrafo está entre corchetes, a mí parecer, la clave de la gran afinidad y compresión que durante esas semanas de 1940 Sartre llegó a tener sobre el sentimiento religioso y el Encuentro con Cristo.
Es en la contemplación de José a su Hijo donde veo con claridad que algo sucedió en Sartre al contemplar la escena que el mismo escribiría y después quitaría de la representación final por ser excesivamente larga la obra (ya por encima de las tres horas de duración). La mirada fascinada de ese carpintero de Nazaret a quien la lógica del mundo le ha sido devuelta de una forma indescriptible. Ese secreto, ese celo por su familia y el silencio con el que hará el sayo de su vida. ¡Qué tan comprensible se hace en esa mirada entender la devoción de Teresa de Jesús hacia este santo! La prueba del hombre quieto, que en el silencio de su oficio, se prepara para enseñar a Dios el camino de los hombres.
Baltasar descubre a Barioná apartado, alejado, siendo espectador y no expectante participe de la dicha de la nueva vida que se abre ante él.
– Barioná, ¡estás aquí! Sabía que te encontraría.
– No he venido a adorar a vuestro Cristo.
– No, has venido para castigarte a ti mismo y quedarte solo al margen de nuestra multitud feliz. Lo mismo harán un día los hombres que esta noche han acudido a su cuna de paja; le traicionarán como te han traicionado a ti. Hoy le abruman con sus regalos y su ternura, pero no hay ni uno solos entre ellos, ni uno, me oyes, que no le abandonase si conociese el porvenir. Porque les decepcionará, Barioná, les decepcionará a todos. Esperan de él que expulse a los romanos, y los romanos no serán expulsados, que haga crecer flores y árboles frutales sobre las rocas, y la roca permanecerá estéril, que ponga fin al sufrimiento humano, y dentro de dos mil años la humanidad sufrirá como lo hace ahora .
Un par de réplicas más tarde, Baltasar aborda la cuestión del sufrimiento:
– Cristo ha venido para redimirnos; ha venido para sufrir y para enseñarnos cómo hay que tratar el sufrimiento (…).Cristo ha venido a enseñarte que eres responsable ante ti mismo de tu sufrimiento. (…). Pero tú estás más allá de tu propio sufrimiento: le das forma a tu antojo. ¡Tú eres ligero, Barioná! ¡Ah!, si supieras cuán ligero es el hombre. Y si aceptas tu cuota de sufrimiento como tu pan de cada día, entonces has ido más allá. Y todo lo que está más allá de lote de sufrimiento y más allá de tus preocupaciones, todo eso, te pertenece. Todo. Todo lo que es ligero, es decir, el mundo entero. El mundo y tú mismo, Barioná, porque tú eres un don gratuito a perpetuidad. Sufres, y no siento compasión alguna por tu sufrimiento: ¿por qué no ibas a tener que sufrir? Pero tienes a tu alrededor esta bella noche de tinta, esos cantos en el establo, y este frío seco y duro, hermoso, implacable como la virtud. Y todo esto te pertenece (…) ¡Hasta la vista Barioná, primer discípulo de Cristo…!
Antes de caer el telón del sexto cuadro, Barioná se queda solo.
– Libre… ¡Ah!, corazón crispado en tu rechazo, deberías aflojar
tus dedos y abrirte, tendrías que acoger… Debería entrar en ese
establo y arrodillarme. Sería la primera vez en mi vida. Entrar,
quedarme aparte de los demás, que me han traicionado, de rodillas en
un rincón sombrío… Entonces el viento helado de medianoche y el
dominio infinito de esta noche sagrada me pertenecerían. Sería
libre. Libre. Libre contra Dios y para Dios, contra mí mismo y para
mí mismo…
La lectura de esta particular pieza teatral dispone de fragmentos
verdaderamente reveladores que ayudan a degustar, desde una óptica
original cuanto menos, ya no solo el sentido profundo de la Navidad
y los presentes que rodean estas fechas, sino el Misterio mismo de
que Dios se haga Hombre y se haga hombre “con los rasgos de María”,
envuelto en pañales y rigiendo el universo desde un pesebre.