II Reyes 4, 42-44:
“Comerán y todavía sobrará”.
Salmo 144:
“Bendeciré al Señor eternamente”.
Efesios 4, 1-6:
“Un solo cuerpo, un solo Señor, una sola
fe, un solo bautismo”.
San Juan 6, 1-15:
“Jesús distribuyó el pan a los que
estaban sentados, hasta que se saciaron”.Una multitud
llena la pequeña ermita de Santa Marta en Salto de Agua.
Hombres, mujeres y hasta niños de diferentes pueblos y
nacionalidades se apretujan buscando descanso y esperando
pacientemente el pobre alimento que logran recoger las
hermanas Misioneras para calmar un poco el hambre y la sed.
Dejaron casa y patria soñando mejores oportunidades de vida y
ahora, apenas en el Sur de México, ya sus fuerzas flaquean, se
miran unos a otros con desconfianza y sus ojos reflejan
nostalgia y muy poca esperanza. Aquella sopa caliente, los
frijoles y la tortilla compartida, y un lugar seguro donde
pasar la noche, fortalecen mucho su corazón. “No hay mejor
señal de fraternidad que el alimento generosamente
compartido”, expresa uno de los migrantes con lágrimas en los
ojos. La hermana Irma hoy ha logrado darles de comer a más de
cien, “mañana Dios dirá”, afirma confiando en la generosidad
de las personas que desde su pobreza comparten su tortilla.
En nuestro camino de fe y de encuentro nos venía
acompañando el Evangelio de San Marcos. Desde hoy y durante
cinco domingos, será San Juan quien nos acerque a Jesús. San
Juan nos ofrece signos y señales para guiarnos en el camino.
Cuanto más importante es un camino, necesitamos más claros los
señalamientos para andar por él. En su capítulo seis, nos
ofrece el signo de la multiplicación de los panes, que implica
indicaciones importantísimas para seguir el Reino de Dios:
descubrir la necesidad del hermano, compartir el pan,
alimentarse del Verdadero Pan y la permanencia con Jesús.
Durante estos domingos iremos reflexionando cada una de estas
señales. Hoy iniciamos con la narración del “milagro” que
encierra ya en sí mismo una gran lección.
El Papa Francisco, en su encíclica Laudato Si’, hace un
fuerte reclamo a la ceguera que nos impide ver el hambre y el
sufrimiento de los pequeños. La primera indicación de Jesús
lleva a los discípulos a ver más allá de su propia seguridad y
descubrir la necesidad del hermano. La escandalosa crisis
actual, pone al descubierto nuestras egoístas formas de
actuar. Como en un incendio o en una estampida, cada uno trata
de salvarse sin mirar si tumba, pisa y estorba a los demás. Se
nos ha metido en la cabeza que no podemos perder los
privilegios y seguridades que ya habíamos logrado, aunque más
de la tercera parte de la humanidad padezca hambre extrema.
Luchamos por no disminuir nuestro “nivel de vida”, aunque
terminemos con la poca vida que les queda a los demás. Es
incomprensible que en nuestra patria un noventa por ciento de
la población no tenga ni los más mínimos recursos, mientras
unos cuantos acaparan y tienen de más ¡en plena crisis! El
hambre no es cuestión de falta de alimentos, es cuestión de
falta de amor. Podríamos dar aquí todos los datos y cifras
escalofriantes de la muerte, desnutrición y pobreza de
millones de personas, y quedarnos tranquilamente indiferentes,
o quizás ocultarlos para que no nos causen inquietud. Pero la
primera señal que Cristo exige en su seguimiento es descubrir
al hermano.
No basta percibir el problema, es necesario involucrarse.
Podríamos actuar como Felipe o Andrés, nos encogemos de
hombros, nos sentimos impotentes y resolvemos no hacer nada.
¿Qué significa mi acción? Como una gota en el océano o como un
granito de arena en el desierto: ¡Nada!, parece ser nuestra
justificación. Pero la inmensidad del océano está compuesta
por millones de pequeñas gotas y la grandeza del desierto se
forma de un sinfín de imperceptibles arenas. No soy más que un
granito de arena, pero soy capaz de pensar, de amar y de
compartir. Tengo responsabilidad en mi comunidad y en el mundo
entero; de pequeños granos de arena se han hecho las grandes
construcciones. Andrés mira el problema sólo por el lado
económico, y la gravedad del problema está en el corazón. El
problema del hambre y la desnutrición empeora cuando se le
aborda como un problema meramente técnico y económico. Se
requiere una estructura y una solidaridad fraterna para
construir una comunidad donde todos podamos vivir como hijos
de Dios. El milagro de Jesús está en su poder pero también en
la generosidad de quien entrega todo lo que tiene aunque
parezca tan miserable como cinco panes y dos pescados para
millares de personas. Es el milagro del amor.
La señal de Jesús nos invitar a mirar al otro como persona.
Su indicación de que “la gente se siente”, nos hace pensar en
una mesa común donde todos se sientan comensales en un
banquete común y donde el mismo Cristo va servir. No es la
limosna o las migajas de lo que nos sobra lo que ofrece Jesús.
Es la dignidad de acercarse a la misma mesa, es el orgullo de
quienes comen del mismo pan, es sentirse acogido, hermano y
amigo, tomando el mismo bocado. Sólo así se sentirán con la
misma dignidad. Es insultante la manera como las grandes
naciones ofrecen migajas a los pueblos tercermundistas después
de que se han aprovechado de los recursos de sus territorios y
les “donan” ayudas que con frecuencia los hunden más. Con gran
razón critica el Papa Francisco la teoría del “derramamiento”,
donde primero debo yo estar lleno para que los demás también
alcancen. El hambre causa muchas víctimas entre tantos Lázaros
a los que no se les consiente sentarse a la mesa del rico
Epulón. Dar de comer al hambriento y hacerlo sentirse como
persona, con toda dignidad, es un imperativo para todo
seguidor de Jesús; es más, es una obligación de toda persona
humana. En la era de la globalización, eliminar el hambre del
mundo se ha convertido en un deber ineludible que se ha de
lograr para salvaguardar la paz y la estabilidad del planeta.
Dar de comer no es una mera política económica, es
exigencia que brota de una profunda razón teológica: “somos el
Cuerpo de Jesús”. San Pablo en su Carta a los Efesios nos da
la verdadera razón para buscar tener una mesa común: “No hay
más que un solo cuerpo y un solo Espíritu… un solo Señor… un
solo Dios y Padre de todos”. Todos tenemos un Padre común. Que
nuestra reflexión en este día nos lleve a escuchar las
palabras de Jesús que nos hacen descubrir el hambre y
necesidad de los hermanos y nos aliente a poner nuestro mejor
esfuerzo aunque sean muy pobres nuestras aportaciones. Si
queremos vivir plenamente la Eucaristía, necesitamos
condividir este Pan Verdadero con el hermano que sufre.
Señor Jesús, que te has identificado con el hambriento y
el sediento, concédenos descubrirte en cada hermano que camina
a nuestro lado y compartir contigo lo que nuestro Padre
Providente nos ha regalado. Amén.