Nació en Carpi, Módena, Italia, el 1 de diciembre de 1530. Su
padre era caballerizo mayor de la corte de los Gonzaga, una
responsabilidad que le mantenía frecuentemente alejado del
hogar, por lo cual su educación prácticamente quedó en manos
de su madre que le transmitió su devoción por la Virgen María.
Cursó estudios en Módena y en Bolonia. Estudiaba filosofía,
aunque en realidad su objetivo era la medicina. En 1550
falleció su madre y tuvo que acostumbrarse a vivir sin ella;
su solo recuerdo suscitaba en su ánimo una incontenible
emoción.
Hasta ese momento su vida había discurrido como la
de muchos jóvenes de su edad: componía poesías, escribía un
diario, sufrió el típico mal de amores de la adolescencia, y
hasta se vio involucrado en alguna que otra reyerta. Le
gustaba cultivar las amistades y es posible que no supiera
elegirlas siempre adecuadamente. En un momento dado, reconoció
afligido «haber perdido muchísimo tiempo con algunos de sus
compañeros, con los cuales trataba demasiado familiarmente». Y
por si hubiese dudas al respecto, por la siguiente apreciación
retrospectiva queda claro que su conciencia le reprochó
determinados rasgos de su conducta: «Habiéndome introducido
por senda tan resbaladiza, vino el ángel del Señor a
amonestarme de mis errores, y, retrayéndome de las puertas del
infierno, me colocó otra vez en la ruta del cielo».
Este «ángel» al que aludía metafóricamente tenía un rostro:
el de la hermosa Clara, de la que se enamoró perdidamente en
Bolonia después de regresar a la ciudad tras la muerte de su
madre. Era una muchacha estudiosa y cultivaba la vida
espiritual. Su candidez atrajo a Bernardino, que intercambió
cartas y poemas con ella en un tono respetuoso e inocente.
Pero la joven tenía cierta influencia en su voluntad y, a
instancias suyas, aunque se decantaba por la medicina,
abandonó esta carrera por la de derecho, disciplina en la que
se doctoró en 1556. Con su título bajo el brazo, y quién sabe
cuantos proyectos de futuro con su amada Clara, inició su
andadura profesional.
Uno de sus pleitos tuvo lugar en Ferrara. Se produjo una
situación que juzgó injusta y saldó el asunto con violencia,
hiriendo la frente de su oponente con el estoque. A tenor de
ello, le aplicaron la sanción correspondiente y quedó
inhabilitado para volver a ejercer allí. Después, con la
protección del gobernador de Milán, que contaba con los buenos
servicios de su padre, se convirtió en magistrado de Felizzano.
Cuando Felipe II fue elegido nuevo gobernador, indirectamente,
con la mediación de otra persona notable, el santo obtuvo la
plaza de abogado fiscal en Alessandría, Piamonte. Un tercer
gobernador lo nombró magistrado de Cassino. Finalmente, el
marqués de Pescara lo designó juez de Castelleone, donde se
reveló como un gran pacificador.
Aún le quedaba otro destino, el último, para hallar el
verdadero amor de su vida. Porque en las postrimerías de 1591,
cuando todo parecía sonreírle, la muerte le arrebató a la
joven Clara; tuvo noticia de ello a través de unos amigos que
se lo comunicaron por carta. Deshecho por el dolor de tan
prematura pérdida, no encontró más consuelo que el de Dios.
Cuando el marqués se trasladó a Nápoles como gobernador, lo
llevó consigo; fue auditor y lugarteniente general de la
ciudad. Con frecuencia vagaba por las calles intentando dar un
nuevo sentido a su vida.
Una tarde se cruzó con dos alegres religiosos jesuitas, y
animado por su gozoso semblante, fue a oír misa a la iglesia
que tenían en la ciudad. Profundamente conmovido por la
homilía del predicador, padre Carminata, se recluyó
voluntariamente en su habitación. Durante unos días hizo los
ejercicios espirituales y determinó seguir a Cristo. Aún no
sabía la forma. Pesaban sobre él emociones comprensibles: la
soledad de su padre, la confianza del marqués…; dudaba. En
septiembre de 1564 María, a la que rogaba su auxilio rezando
el rosario, despejó sus temores. Se le apareció con su divino
Hijo en los brazos en medio de un celeste resplandor, y le
instó a ingresar en la Compañía de Jesús. Se disiparon las
sombras de Bernardino instantáneamente y penetró en su
espíritu la luz.
Tenía 34 años cuando ingresó en el noviciado. Se deshizo de
sus posesiones, y se formó a conciencia. Fue ordenado tres
años más tarde y quedó destinado en Nápoles. En las calles,
tantas veces transitadas por él como magistrado, se puso a
prueba su humildad. Ciertas miradas reprobatorias,
sorprendidas de la pobreza de su atuendo, lo decían todo
acerca de lo que podían pensar; después, fueron apreciando sus
virtudes. Le encomendaron la delicada misión de ser maestro de
novicios, aunque él soñaba con partir a las Indias. No pudo
cumplir su anhelo.
En 1574 fue enviado a Lecce como superior de la comunidad
añadiendo la responsabilidad de abrir allí un colegio. Nápoles
lo despidió con enorme aflicción por tenerle en alta estima. Y
este mismo sentimiento brotó en Lecce, ciudad que se opuso
frontalmente a su salida cuando los superiores determinaron
trasladarle a otros lugares. Además, siempre surgía algo que
impedía su partida, desde inclemencias meteorológicas hasta
enfermedades suyas que desaparecían misteriosamente en el
momento que se revocaba la orden de salir. Era un excelente
confesor y predicador. Prestó asistencia a enfermos, pobres,
esclavos, etc.; ante él desfilaron personas de toda clase y
condición, incluida la nobleza y prelados.
Considerado como un san Felipe Neri para Lecce, fue
agraciado con favores místicos, entre otros, visiones,
especialmente de la Virgen. Y teniendo su nombre en los
labios, murió el 2 de julio de 1616 con 82 años, casi la mitad
de los cuales los pasó en Lecce. Hallándose moribundo, la
ciudad lo eligió como su patrón. El alcalde Rapana acudió a su
lecho, y le leyó el documento pertinente arrancándole un casi
postrero: «Sí, señores», como signo de aceptación. León XIII
lo beatificó el 12 de enero de 1896, y Pío XII lo canonizó el
22 de junio de 1947.
Nació en Carpi, Módena, Italia, el 1 de diciembre de 1530.
Su padre era caballerizo mayor de la corte de los Gonzaga, una
responsabilidad que le mantenía frecuentemente alejado del
hogar, por lo cual su educación prácticamente quedó en manos
de su madre que le transmitió su devoción por la Virgen María.
Cursó estudios en Módena y en Bolonia. Estudiaba filosofía,
aunque en realidad su objetivo era la medicina. En 1550
falleció su madre y tuvo que acostumbrarse a vivir sin ella;
su solo recuerdo suscitaba en su ánimo una incontenible
emoción.
Hasta ese momento su vida había discurrido como la de
muchos jóvenes de su edad: componía poesías, escribía un
diario, sufrió el típico mal de amores de la adolescencia, y
hasta se vio involucrado en alguna que otra reyerta. Le
gustaba cultivar las amistades y es posible que no supiera
elegirlas siempre adecuadamente. En un momento dado, reconoció
afligido «haber perdido muchísimo tiempo con algunos de sus
compañeros, con los cuales trataba demasiado familiarmente». Y
por si hubiese dudas al respecto, por la siguiente apreciación
retrospectiva queda claro que su conciencia le reprochó
determinados rasgos de su conducta: «Habiéndome introducido
por senda tan resbaladiza, vino el ángel del Señor a
amonestarme de mis errores, y, retrayéndome de las puertas del
infierno, me colocó otra vez en la ruta del cielo».
Este «ángel» al que aludía metafóricamente tenía un rostro:
el de la hermosa Clara, de la que se enamoró perdidamente en
Bolonia después de regresar a la ciudad tras la muerte de su
madre. Era una muchacha estudiosa y cultivaba la vida
espiritual. Su candidez atrajo a Bernardino, que intercambió
cartas y poemas con ella en un tono respetuoso e inocente.
Pero la joven tenía cierta influencia en su voluntad y, a
instancias suyas, aunque se decantaba por la medicina,
abandonó esta carrera por la de derecho, disciplina en la que
se doctoró en 1556. Con su título bajo el brazo, y quién sabe
cuantos proyectos de futuro con su amada Clara, inició su
andadura profesional.
Uno de sus pleitos tuvo lugar en Ferrara. Se produjo una
situación que juzgó injusta y saldó el asunto con violencia,
hiriendo la frente de su oponente con el estoque. A tenor de
ello, le aplicaron la sanción correspondiente y quedó
inhabilitado para volver a ejercer allí. Después, con la
protección del gobernador de Milán, que contaba con los buenos
servicios de su padre, se convirtió en magistrado de Felizzano.
Cuando Felipe II fue elegido nuevo gobernador, indirectamente,
con la mediación de otra persona notable, el santo obtuvo la
plaza de abogado fiscal en Alessandría, Piamonte. Un tercer
gobernador lo nombró magistrado de Cassino. Finalmente, el
marqués de Pescara lo designó juez de Castelleone, donde se
reveló como un gran pacificador.
Aún le quedaba otro destino, el último, para hallar el
verdadero amor de su vida. Porque en las postrimerías de 1591,
cuando todo parecía sonreírle, la muerte le arrebató a la
joven Clara; tuvo noticia de ello a través de unos amigos que
se lo comunicaron por carta. Deshecho por el dolor de tan
prematura pérdida, no encontró más consuelo que el de Dios.
Cuando el marqués se trasladó a Nápoles como gobernador, lo
llevó consigo; fue auditor y lugarteniente general de la
ciudad. Con frecuencia vagaba por las calles intentando dar un
nuevo sentido a su vida.
Una tarde se cruzó con dos alegres religiosos jesuitas, y
animado por su gozoso semblante, fue a oír misa a la iglesia
que tenían en la ciudad. Profundamente conmovido por la
homilía del predicador, padre Carminata, se recluyó
voluntariamente en su habitación. Durante unos días hizo los
ejercicios espirituales y determinó seguir a Cristo. Aún no
sabía la forma. Pesaban sobre él emociones comprensibles: la
soledad de su padre, la confianza del marqués…; dudaba. En
septiembre de 1564 María, a la que rogaba su auxilio rezando
el rosario, despejó sus temores. Se le apareció con su divino
Hijo en los brazos en medio de un celeste resplandor, y le
instó a ingresar en la Compañía de Jesús. Se disiparon las
sombras de Bernardino instantáneamente y penetró en su
espíritu la luz.
Tenía 34 años cuando ingresó en el noviciado. Se deshizo de
sus posesiones, y se formó a conciencia. Fue ordenado tres
años más tarde y quedó destinado en Nápoles. En las calles,
tantas veces transitadas por él como magistrado, se puso a
prueba su humildad. Ciertas miradas reprobatorias,
sorprendidas de la pobreza de su atuendo, lo decían todo
acerca de lo que podían pensar; después, fueron apreciando sus
virtudes. Le encomendaron la delicada misión de ser maestro de
novicios, aunque él soñaba con partir a las Indias. No pudo
cumplir su anhelo.
En 1574 fue enviado a Lecce como superior de la comunidad
añadiendo la responsabilidad de abrir allí un colegio. Nápoles
lo despidió con enorme aflicción por tenerle en alta estima. Y
este mismo sentimiento brotó en Lecce, ciudad que se opuso
frontalmente a su salida cuando los superiores determinaron
trasladarle a otros lugares. Además, siempre surgía algo que
impedía su partida, desde inclemencias meteorológicas hasta
enfermedades suyas que desaparecían misteriosamente en el
momento que se revocaba la orden de salir. Era un excelente
confesor y predicador. Prestó asistencia a enfermos, pobres,
esclavos, etc.; ante él desfilaron personas de toda clase y
condición, incluida la nobleza y prelados.
Considerado como un san Felipe Neri para Lecce, fue
agraciado con favores místicos, entre otros, visiones,
especialmente de la Virgen. Y teniendo su nombre en los
labios, murió el 2 de julio de 1616 con 82 años, casi la mitad
de los cuales los pasó en Lecce. Hallándose moribundo, la
ciudad lo eligió como su patrón. El alcalde Rapana acudió a su
lecho, y le leyó el documento pertinente arrancándole un casi
postrero: «Sí, señores», como signo de aceptación. León XIII
lo beatificó el 12 de enero de 1896, y Pío XII lo canonizó el
22 de junio de 1947.