En 1963 el Papa Pablo VI designó la fiesta del Buen Pastor como la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones. Al celebrar esta fiesta, los cristianos ruegan por su fidelidad para cumplir con su vocación. La Iglesia invita a honrar la vocación que todos los cristianos reciben en su Bautismo.
Siguiendo la estela de esta tradición, el próximo 21 de abril la Iglesia celebra la Jornada Mundial de Oración por las vocaciones. En esta ocasión se invita al pueblo cristiano a orar por un mismo fin: que no falten en la Iglesia jóvenes dispuestos a entregar su vida a Cristo, bajo el lema “Confío en ti”.
Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones 2013
Las vocaciones, signo de la esperanza fundada sobre la fe
Mensaje de Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
Con motivo de la 50 Jornada Mundial de Oración por las
Vocaciones, que se celebrará el 21 de abril de 2013, cuarto domingo
de Pascua, quisiera invitaros a reflexionar sobre el tema: «Las
vocaciones, signo de la esperanza fundada sobre la fe», que se
inscribe perfectamente en el contexto del Año de la fe y en el 50
aniversario de la apertura del concilio Ecuménico Vaticano II. El
siervo de Dios Pablo VI, durante la Asamblea conciliar, instituyó
esta Jornada de invocación unánime a Dios Padre para que continúe
enviando obreros a su Iglesia (cf. Mt 9, 38). «El problema del
número suficiente de sacerdotes –subrayó entonces el pontífice –
afecta de cerca a todos los fieles, no solo porque de él depende el
futuro religioso de la sociedad cristiana, sino también porque este
problema es el índice justo e inexorable de la vitalidad de fe y
amor de cada comunidad parroquial y diocesana, y testimonio de la
salud moral de las familias cristianas. Donde son numerosas las
vocaciones al estado eclesiástico y religioso se vive generosamente
de acuerdo con el Evangelio»1. (1 Pablo VI, Radiomensaje, 11 de
abril de 1964.)
En estos decenios, las diversas comunidades eclesiales extendidas por todo el mundo se han encontrado espiritualmente unidas cada año, en el cuarto domingo de Pascua, para implorar a Dios el don de santas vocaciones y proponer a la reflexión común la urgencia de la respuesta a la llamada divina. Esta significativa cita anual ha favorecido, en efecto, un fuerte empeño por situar cada vez más en el centro de la espiritualidad, de la acción pastoral y de la oración de los fieles, la importancia de las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada.
La esperanza es espera de algo positivo para el futuro, pero que,
al mismo tiempo, sostiene nuestro presente, marcado frecuentemente
por insatisfacciones y fracasos. ¿Dónde se funda nuestra esperanza?
Contemplando la historia del pueblo de Israel narrada en el Antiguo
Testamento vemos cómo, también en los momentos de mayor dificultad
como los del Exilio, aparece un elemento constante, subrayado
particularmente por los profetas: la memoria de las promesas hechas
por Dios a los patriarcas; memoria que lleva a imitar la actitud
ejemplar
de Abrahán, el cual, recuerda el apóstol Pablo, «apoyado en la
esperanza, creyó contra toda esperanza que llegaría a ser padre de
muchos pueblos, de acuerdo con lo que se le había dicho: Así será tu
descendencia» (Rom 4, 18). Una verdad consoladora e iluminante que
sobresale a lo largo de toda la historia de la salvación es, por
tanto, la fidelidad de Dios a la alianza, a la cual se ha
comprometido y que ha renovado cada vez que el hombre la ha
quebrantado con la infidelidad y con el pecado, desde el tiempo del
diluvio (cf. Gén 8, 21-22), al del éxodo y el camino por el desierto
(cf. Dt 9, 7); fidelidad de Dios que ha venido a sellar la nueva y
eterna alianza con el hombre, mediante la sangre de su Hijo, muerto
y resucitado
para nuestra salvación.
En todo momento, sobre todo en aquellos más difíciles, la fidelidad del Señor, auténtica fuerza motriz de la historia de la salvación, es la que siempre hace vibrar los corazones de los hombres y de las mujeres, confirmándolos en la esperanza de alcanzar un día la «Tierra prometida». Aquí está el fundamento seguro de toda esperanza: Dios no nos deja nunca solos y es fiel a la palabra dada. Por este motivo, en toda situación gozosa o desfavorable, podemos nutrir una sólida esperanza y rezar con el salmista: «Descansa solo Dios, alma mía, porque él es mi esperanza» (Sal 62, 6). Tener esperanza equivale, pues, a confiar en el Dios fiel, que mantiene las promesas de la alianza. Fe y esperanza están, por tanto, estrechamente unidas. De hecho, «“esperanza”, es una palabra central de la fe bíblica, hasta el punto de que en muchos pasajes las palabras “fe” y “esperanza” parecen intercambiables. Así, la Carta a los Hebreos une estrechamente la “plenitud de la fe” (10, 22) con la “firme confesión de la esperanza” (10, 23). También cuando la Primera Carta de Pedro exhorta a los cristianos a estar siempre prontos para dar una respuesta sobre el logos –el sentido y la razón– de su esperanza (cf. 3, 15), “esperanza” equivale a “fe”»2 (2 Benedicto XVI, Spe salvi, n. 2.)
Queridos hermanos y hermanas, ¿en qué consiste la fidelidad de
Dios en la que se puede confiar con firme esperanza? En su amor. Él,
que es Padre, vuelca en nuestro yo más profundo su amor, mediante el
Espíritu Santo (cf. Rom 5, 5). Y este amor, que se ha manifestado
plenamente en Jesucristo, interpela a nuestra existencia, pide una
respuesta sobre aquello que cada uno quiere hacer de su propia vida,
sobre cuánto está dispuesto a empeñarse para realizarla plenamente.
El amor de Dios sigue, en ocasiones, caminos impensables, pero
alcanza
siempre a aquellos que se dejan encontrar. La esperanza se alimenta,
por tanto, de esta certeza: «Nosotros hemos conocido el amor que
Dios nos tiene y hemos creído en él» (1 Jn 4, 16). Y este amor
exigente, profundo, que va más allá de lo superficial, nos alienta,
nos hace esperar en el camino de la vida y en el futuro, nos hace
tener confianza en nosotros mismos, en la historia y en los demás.
Quisiera dirigirme de modo particular a vosotros, jóvenes, y
repetiros: «¿Qué sería vuestra vida sin este amor? Dios cuida del
hombre desde la creación hasta el fin de los tiempos, cuando llevará
a cabo su proyecto de salvación. ¡En el Señor
resucitado tenemos la certeza de nuestra esperanza!»3 (Discurso a
los jóvenes de la diócesis de San Marino-Montefeltro, 19 junio
2011). (3 Benedicto XVI, Discurso a los jóvenes de la diócesis de
San Marino-Montefeltro (19junio 2011).
Como sucedió en el curso de su existencia terrena, también hoy
Jesús, el Resucitado, pasa a través de los caminos de nuestra vida,
y nos ve inmersos en nuestras actividades, con nuestros deseos y
nuestras necesidades. Precisamente en el devenir cotidiano sigue
dirigiéndonos su
palabra; nos llama a realizar nuestra vida con él, el único capaz de
apagar nuestra sed de esperanza. Él, que vive en la comunidad de
discípulos que es la Iglesia, también hoy llama a seguirlo. Y esta
llamada puede llegar en cualquier momento. También ahora Jesús
repite: «Ven y sígueme» (Mc 10, 21). Para responder a esta
invitación es necesario dejar de elegir por sí mismo el propio
camino. Seguirlo significa sumergir la propia voluntad en la
voluntad de Jesús, darle verdaderamente la precedencia, ponerlo en
primer lugar frente a todo lo que forma parte de nuestra vida: la
familia, el trabajo, los intereses personales, nosotros mismos.
Significa entregar la propia vida a Él, vivir con Él en profunda
intimidad, entrar a través de Él
en comunión con el Padre y con el Espíritu Santo y, en consecuencia,
con los hermanos y hermanas. Esta comunión de vida con Jesús es el
«lugar» privilegiado donde se experimenta la esperanza y donde la
vida será libre y plena.
Las vocaciones sacerdotales y religiosas nacen de la experiencia
del encuentro personal con Cristo, del diálogo sincero y confiado
con Él, para entrar en su voluntad. Es necesario, pues, crecer en la
experiencia de fe, entendida como relación profunda con Jesús, como
escucha interior de su voz, que resuena dentro de nosotros. Este
itinerario, que hace capaz de acoger la llamada de Dios, tiene lugar
dentro de las comunidades cristianas que viven un intenso clima de
fe, un generoso testimonio de adhesión al Evangelio, una pasión
misionera que induce al don total de sí mismo por el Reino de Dios,
alimentado por la participación en los sacramentos, en particular la
Eucaristía, y por una fervorosa vida de oración. Esta última «debe
ser, por una parte, muy personal, una confrontación de mi yo con
Dios, con el Dios vivo. Pero, por otra, ha de estar guiada e
iluminada una y otra vez por las grandes oraciones de la Iglesia y
de los santos, por la oración litúrgica, en la cual el Señor nos
enseña constantemente a rezar
correctamente»4. (4 Benedicto XVI, Spe salvi, n. 34.)
La oración constante y profunda hace crecer la fe de la comunidad cristiana, en la certeza siempre renovada de que Dios nunca abandona a su pueblo y lo sostiene suscitando vocaciones especiales, al sacerdocio y a la vida consagrada, para que sean signos de esperanza para el mundo.
En efecto, los presbíteros y los religiosos están llamados a
darse de modo incondicional al Pueblo de Dios, en un servicio de
amor al Evangelio y a la Iglesia, un servicio a aquella firme
esperanza que solo la apertura al horizonte de Dios puede dar. Por
tanto, ellos, con el testimonio de su fe y con su fervor apostólico,
pueden transmitir, en particular a las nuevas
generaciones, el vivo deseo de responder generosamente y sin demora
a Cristo que llama a seguirlo más de cerca. La respuesta a la llama
da divina por parte de un discípulo de Jesús para dedicarse al
ministerio sacerdotal o a la vida consagrada se manifiesta como uno
de los frutos más maduros de la comunidad cristiana, que ayuda a
mirar con particular confianza y
esperanza al futuro de la Iglesia y a su tarea de evangelización.
Esta tarea necesita siempre de nuevos obreros para la predicación
del Evangelio, para la celebración de la Eucaristía y para el
sacramento de la reconciliación. Por eso, que no falten sacerdotes
celosos, que sepa n acompañar a los jóvenes como «compañeros de
viaje» para ayudarles a reconocer, en el
camino a veces tortuoso y oscuro de la vida, a Cristo, camino,
verdad y vida (cf. Jn 14, 6); para proponerles con valentía
evangélica la belleza del servicio a Dios, a la comunidad cristiana
y a los hermanos. Sacerdotes que muestren la fecundidad de una tarea
entusiasmante, que confiere un sentido de plenitud a la propia
existencia, por estar fundada sobre la fe en Aquel que nos ha amado
en primer lugar (cf. 1 Jn 4, 19). Igualmente, deseo que los jóvenes,
en medio de tantas propuestas superficiales y efímeras, sepan
cultivar la atracción hacia los valores, las altas metas, las
opciones radicales, para un servicio a los demás siguiendo las
huellas de Jesús.
Queridos jóvenes, no tengáis miedo de seguirlo y de recorrer con
intrepidez los exigentes senderos de la caridad y del compromiso
generoso. Así seréis felices de servir, seréis testigos de aquel
gozo que el mundo no puede dar, seréis llamas vivas de un amor
infinito y eterno, aprenderéis a «dar razón de vuestra esperanza» (1
Pe 3, 15).
Vaticano, 6 de octubre de 2012